lunes, 15 de octubre de 2007

Fuegos fatuos.


Nadie me avisó que yo había muerto. Ahora me pierdo en el aire y mis pensamientos se me escapan como si fueran parte del descuidado tiempo. Lo sé ahora porque he olvidado como es un amanecer, huelo a noche, he tomado el volumen de las sombras que no se ven.

Y sí; después del anochecer vuelvo al cementerio, me acurruco en la tierra que dice mi nombre, para que el olor a humedad pellizque mis huesos, como lo está haciendo ahora, trepándome y arrancándome sin que pueda impedírselo, porque mi voluntad acaba en el día.

Lo peor es el frío del cuerpo, que lastima cuando me agarra y me hace oír los rezos de las mujeres que vienen a rogar por el alma de sus difuntos. Yo me pongo a reír porque ellas en verdad piensan que rezando se llega a otra parte que no sea la tumba. A mí se me consumió la fe en dios desde antes que me llegara la muerte, creo que por eso tal vez no supe siquiera el momento en que se me acabó el calor de la vida.

Siempre dije que los sacerdotes ni salvan su propia alma, sólo absorben el poco dinero que logra ganar la gente que a maíz y fríjol tiene para malvivir; y ya ven, aquí no hay ni infierno, ni paraíso y tampoco purgatorio. Hay demasiados muertos preguntando por el dios que debería estar esperando a los que fallecen. Lo único que tengo de dios es la cruz que ha atravesado mi caja hasta rozar con lo que antes fue mi pecho; y eso no sirve para olvidar que se sufre también desde la tumba.

Yo pensaba que estar muerto era cuestión de dormir para siempre, mientras te llegaban los gusanos a picotearte la piel; pero no, los muertos sentimos también el peso de los minutos, igual o hasta más que los que están con vida. Sí, aquí sobra tiempo que afuera falta. ¡Si al menos hubiera durado mi vida un minuto de los que los muertos sentimos! hubiera tenido tiempo de enterrar a mis hijos. No me termino de acostumbrar al ritmo de los minutos sin vida. Me entra el deseo de adelantar el tiempo pero al final me acuerdo que también el futuro está empapado por la nada. Eso sí, cada instante llegan paseando como serpientes de humo los aromas entullidos de la vida, los que dejan mis labios de fantasma el sabor del café tostado, el perfume de la fruta fresca, de la leña húmeda y de la hierba verde; es como me llega más fuerte la melancolía y siento más duro el dolor del silencio y me paso capturando olores que después dejo ir para que vuelvan al mundo, ellos que si pueden.

Lo único que dura poco es la noche. Yo salgo a buscar algún vivo que se acuerde de mi nombre, pero no, ya soy un muerto viejo como para que alguien se acuerde de mí, los amigos que dejé ya se han ido de estas tierras, en que sólo está con vida la mala hierba que crece sobre mi tumba. Los ecos de lo ya vivido me aprietan donde creo que está la garganta, se van hasta mi memoria los pedazos de juventud que aún siguen aferrados a los pueblos vivos que llevan vientos diferentes a los de nosotros. Al borde de mis huesos llegan las huellas de una vida pasada. Los efectos del recuerdo hacen más pesada mi alma. Se estancan los primeros días de mi existencia que en vida no pasaron por mi mente y ahora aparecen como ráfagas de sueños en penumbra.

En vida me nombraban Sebastián Ruedas. A mí nunca me probaron que ese era mi nombre, jamás supe si yo era quien decían. Supongo que mis padres se encuentran aquí, convertidos en polvo, en lamentaciones de fantasmas. Yo me crié como todos; con una madre postiza que me engordaba con tortilla, fríjol y atole de maza. Mamá Chole también sólo me tenía a mí y por eso me mandó a estudiar cumpliendo la edad de un hombre. Viajé a Guadalajara y fue donde me titulé y también donde me arrancaron la fe de un dios. Eso ocasionó la muerte de Mamá Chole, dijo que me había vuelto "lo que Judas empeñó", se fue sintiendo mal cada vez que me veía. Un día me avisaron que tenía que ir a encargarme de su cuerpo.

Ya no recuerdo cuantas veces me casé, ni cuantos hijos engendraron las mujeres que me acompañaron en diferentes noches. Una que otra vez llegaron a mi casa mujeres con hijos en brazos a pedirme que les diera mi apellido, yo se los daba y después ya nada sabía de ellos.

A sol y tierra me llené de días, de momentos, de años. Ahora sólo puedo conformarme con llegar a las calles y mirar los paisajes saboreando los cantos de la gente que vive de noche. Ver las figuras (mitad de sangre, mitad de hueso, mitad de humo) danzando sobre el mundo que ya no es.

Se extraña el calor de la sangre chorreándote el corazón y la carne que hacía ruido con el crujir de la hojarasca sobre la arena negra. Se extrañan los ojos gelatinosos que vomitaban agua salada. Aquí nada mas hay un calendario de un solo día, manecilla para un solo minuto.

El murmullo de los muertos que hablan de día a través del chocar de piedras en el pantano me lastima donde debieron estar en vida, mis oídos; se lamentan de no poder callar la obscuridad de la sepultura. Hay otros que ya ni siquiera salen, se quedan para no dejar solas sus cenizas grises, que no les ayudan a recordar el rostro de su cuerpo.

Sí; fueron los quejidos de tantas tumbas los que me avisaron que yo estaba en el sepulcro. Los roces de los cuerpos falsos fueron al principio miedos, después cantos de regiones donde saben de los que estamos bajo tierra, porque no todos los muertos se encierran en este panteón, unos siguen en sus casas de vivos o en las huellas que dejaron en su sembradío que los reconoció como sus dueños. Yo no tengo casa. No hay tierra que me reconozca como algo, aquí nada es mío.

Son los campos llenos de frutos los que extraño, son las grandezas de la simplicidad humana a las que deseo volver, son los días hábiles en que volvía de una jornada semanal que me dejaba ásperos los músculos, para atragantarme de gente mirando aparadores en el centro de la ciudad.

El sentido de estar vivo se daba a notar en mi movimiento entre columnas luminosas de cabarets en los que llegué a pasarme largos ratos. Yo si vivía el tiempo. Creo que llegué a enamorarme de una que se robó mis sueños, no recuerdo el nombre; a nosotros los muertos ya cansados se nos suelen olvidar los nombres. Sólo recuerdo una hermosa sonrisa en su cara. También ella tuvo un hijo mío, creo que le puso mi nombre, ella también se fue, yo no quería pero... ella acabó casada con Don Macario y mientras mi hijo, a quien amaba porque era parte de ella, creció diciéndole padre al que me mandó a matar. Ese hombre me odiaba, se sentía su sangre maldecirme cada vez que me veía. Lo único que le agradezco a Don Macario es que me haya matado cuando dormía, porque dicen que cuando te matan consciente es más doloroso dejar este mundo. Al fin y al cabo, si no hubiera sido él hubiera sido otro.

Que rasposas son las rutas de mi tumba, que monótonas mis
compañías muertas igual que las rocas. Fastidioso me es tener que atragantarme sus recuerdos que gritan a toda voz. Sólo hay un hombre feliz en este lugar: Felipe el sepulturero; cada vez que llega uno nuevo se le oye cantar con esa voz que avisa que ese día si comerá bien. Almuerza café con canela y un pan, se sienta en mi lápida y me platica las noticias del mundo, él sabe que lo escucho porque fui su mejor o más bien único amigo en toda la tierra. Nos encantaba tomar sobre el tejado de la iglesia para que el sacerdote saliera a reclamarnos. Felipe me ayudó muchas veces a robarme a mis mujeres cuando ellas se hubieran querido quedar. Eramos casi de la misma sangre. Él si sintió mi muerte en los ojos.

Ahora me pierdo en el aire. Beso la tierra y camino bajo pies que no saben de la muerte. Salgo en forma de noche y camino tras tacones de quien me toca tomar su forma. Ahora es tiempo de olvidarse que uno está muerto. Sólo así alcanzo a disfrutar el algo de vida que tenemos los muertos hechos sombras.
©2007 Rogelio Chávez.

miércoles, 19 de septiembre de 2007

16 (Balas perdidas)


No pido mucho, ni siquiera el bastante que le das a los demás y ellos se marchan como niños atados al cielo por un globo. No pido mucho, ni siquiera el ocasional con que les adornas las cabezas a los desconocidos o a los ausentes. Yo no pido mucho, solo el cuentagotas de tu presencia, a veces lunes, a veces martes, a veces jueves. Seguir viéndote como ahora que te das a ti misma alrededor de una taza de café. Quizás, mirándote, descubra por qué entre más necesario me es el tantito tuyo que me cedes, menos creo en las historias de amor. Eso ya me sería suficiente.

©2007 Rogelio Jarquín. Veinticinco balas perdidas y un revolver de fogueo.

miércoles, 12 de septiembre de 2007

6 (Balas perdidas)


En la hoguera el fuego se queda quieto como para mentirle a la noche, para hacerle creer que está muerto o sólo duerme. Después tirita. Parece mentira que su temblar sea precisamente lo que nos cobija. El misterio de la llama no es la luz sino su danza resistida, sus golosas aspas. No causa calor, ingiere el frío, ese es su oficio.


©2007 Rogelio Jarquín. Veinticinco balas perdidas y un revolver de fogueo.

lunes, 10 de septiembre de 2007

Preámbulo para atrapar sueños



A veces pienso que debería guardar los sueños en el relieve de mis sabanas. Hay noches en que la mente ha trabajado tanto que no tiene fuerzas ni siquiera para construir una pesadilla, en esas noches hacen falta los sueños pasados.

Se me han olvidado muchos sueños. Cuando se sacude el polvo de las sábanas suelen salir disparados por la ventana, sólo se alcanza a escuchar un quejidito; como si tragara un sorbo de agua, te asomas y lo ves muerto, hecho un cadáver bañado de sangre amarillenta, con los cabellos verdes enredando piernas y brazos.

Antes, cuando tenía la edad de mi niña “Andrea”, era más fácil atrapar los sueños y colgarlos en el librero. Yo los metía en el jarrón de los dulces de menta para que mi Madre no los tirara; todo tenía que ser rápido, era cuestión de unos instantes para que la mala suerte le metiera las ganas de estornudar a mi Madre para que se diera cuenta. No me lo van a creer, pero en verdad, mi madre era la única mujer sobre la casa que tenía alergia por los sueños y, por esa razón quería exterminar todos los sueños que estuvieran en mi cuarto, la cosa es que cuando estornudaba eran señas de que había sueños en algún lugar de la casa.

Poco a poco se me acabó la paciencia para atraparlos, qué le vas hacer, hermano, cuando estás en la sacudida de la pubertad todo te desespera, lo que pasa es que descubres a las mujeres. Tal vez te acuerdas de irte temprano a la cama, pero del almacén de sueños que has dejado bajo el colchón no. Que cosa tan rara, dejas que se descompongan como cuerpecillos putrefactos, y te llenen los pies y las axilas de aromas pesados; luego te dicen que apestas, que estás lleno de sudor, y te mandan todo el día a la ducha. Lo he recordado. Anoche se acercó Andrea a mostrarme su pecera llena de bolitas amarillas; de sueños. Parece broma, pero mi hija me va ayudar a pescar mis sueños que, aunque ya no son de niño no dejan de ser sueños (ahora se han vuelto grises). Hoy hemos atrapado uno, ella lo miró cuando estaba a punto de pisarlo; lo metimos en una jaula, pero parece que no le gusta estar encerrado porque he oído una que otra lágrima chocar con sus mejillas. Tengo pensado sentarlo en el relieve de mis cobijas, pero tengo miedo de que mi esposa estornude.

©2007 Rogelio Chávez.

HISTORIA SIN PELDAÑOS





Hubo un tiempo en que sí podía sentirme desterrado, muerto. Y buscaba esa quietud en la noche cuando las cosas estaban más sin vida, eran momentos en que el silencio me daba un poco de esa muerte.

Me dolió mucho dejar el apartamento que Marla y yo habíamos comprado hace unos años a orillas de la ciudad y parar a esta casa de una sola planta y a espaldas de la estación del tren. Me gustaba la idea de vivir en el último piso y que bajo de mí estuviera una docena de escaleras y con ellas doce posibilidades de resbalar y caer muerto; siempre tuve la seguridad de que moriría igual que mi Padre y que el Abuelo, cayendo por unas escaleras, digamos que sentía que era la tradición de la familia, una muerte de sorpresa en los peldaños, un golpe en la cabeza y después un perpetuo silencio.

En cambio a Marla, a ella le desesperaba mi obsesión por el silencio, y es que, junto con el silencio de la noche, llegaba el deseo de una eterna quietud, de un callado abismo que sólo se puede obtener en el sepulcro, bajo tierra, rodeado de flores, una sábana florida que convoque al vacío. El silencio no sólo era la ausencia del sonido cotidiano sino también la cercanía conmigo mismo, la pasión por las cosas sin vida que me hablan detrás del rostro para después abandonarme al día, a lado del resonar insoportable que causa la ciudad en movimiento.

Marla abría las ventanas de la casa para escuchar toda la noche el ruido de las locomotoras, para oír el gentío que esperaba a que saliera el tren. Yo mientras tanto me reprochaba el haberme dejado convencer y terminar vendiendo el apartamento para quedarnos con la casa de su padre. En esta casa no existe ni un peldaño para resbalar, tampoco hay quietud, todas las cosas se mueven y vibran con los vagones que avanzan tras de mi cama.

Y la muerte parecía haberse olvidado de mí, porque a pesar que la casa parecía cementerio, con flores en todas partes, velas y crucifijos adornando la cabecera de mi cama, era inevitable la separación que tenía con las escaleras. En la oficina me cambiaron a planta baja por cosas del espacio y a Marla la mandaron al quinto piso junto con todas las demás mujeres que entre murmullos se quejaban de subir escaleras diciendo que a ver a qué hora el señor Córdova mandaba arreglar el ascensor, que eso de hacerlas subir todos los días, no eran modos de tratar a unas damas, que los muchachos muy cómodos en planta baja, mientras ellas aguantando el dolor de las piernas por la tarde.

Yo, teniendo que soportar todo el día los gritos de la gente vendiendo frutas en la plaza, frente a la oficina; al menos en el quinto piso no se alcanzaban a oír, sólo de vez en cuando se oía un avión pasar y yo pensaba en los pisos que se han de necesitar para estar a su altura para después dejarse caer por todas las escaleras hasta llegar a morir en la plaza, sobre un puesto de flores amarillas, como la muerte, porque seguro que la muerte es amarilla.

Es una muerte amarilla la que siempre he querido para mí y no una marrón oscuro que llegue en las arrugas del cuerpo, cuando se vuelva cotidiano estar sentado en una banca del patio, bajo el sol de mediodía y como única distracción, mirar los vagones que remarcan la lentitud del anciano. Y Marla sí, ella quería llenarse de arrugas, de años, y jubilarse para tener todo el día oyendo las locomotoras y recordar cuando su padre vivía aquí, cuando subía a la azotea con él y miraban las vías a la vez que los dos inventaban historias de hombres que sólo viajaban, que no hacían nada, sólo acompañaban al tren hasta sus últimos días. Marla hablaba de eso y de que ella volvería a contar historias a sus nietos o a cualquier niño que quisiera subir a la azotea y saludar a los viajeros que desaparecen junto con el ruido del tren. Para ella era llevarle la contra al decirle que yo prefiero el silencio, la calma, morir joven sin previo aviso y lleno de flores. Porque a ella le desagradaba guardar un minuto de silencio a los muertos y de llenar las tumbas de flores que sólo remarcan la falta de vida. Prefería una muerte con música, un funeral en la estación de tren y que una locomotora la llevara hasta lugar donde ella imaginaba que todas las vías del mundo iban a iniciar de nuevo su ruta.
Y ahora ya no tengo la seguridad de morirme en las escaleras, y tampoco de volver a escuchar esa nada que antes podía tener en mis noches. Lo supe cuando Marla sufrió el accidente; cuando se la llevó la ambulancia. Dijeron que había resbalado y que rodó por las escaleras, que no tuvo tiempo de pedir auxilio. Yo estaba triste pero no sé si por ella o por mí, porque mi destino mortuorio ya no era mío sino suyo.

Murió antes de subirla a la ambulancia, inmóvil y no como ella habría querido. Fue como si el silencio se volviera ella, ella que siempre se había quejado del mío.

Toda la oficina me acompañó al tanatorio. Algunas de sus compañeras lloraban de verdad. Después de darme el pésame con una solemnidad ensayada, el señor Córdova habló de reparar el ascensor y de que sentía mucho la muerte de Marla. Pidió un minuto de silencio y fue que por primera vez desde hace mucho tiempo yo oía una nada tan profunda y por un momento me volví a sentir desterrado, muerto. Jamás pensé ver a Marla tan quieta, callada y rodeada de flores amarillas, en esa muerte joven que seguro es amarilla. Y yo tan solo, sin mi muerte, con el constante ruido de las locomotoras, con el palique de la gente en la plaza; esperando a que la muerte llegue en las arrugas, la muerte marrón que era de Marla, y recordando como ella se quedó con mi silencio, con mi quietud, mi muerte amarilla; desterrándome de la nada.


©2007 Rogelio Chávez.

sábado, 1 de septiembre de 2007

Artificio


Uno se escribe historias para sí, se va creando artificios atrás de un escritorio y se cree que ahí si se tiene el control absoluto de las cosas. Se abstrae de la realidad sólo lo necesario, lo verdaderamente indispensable para jugar por un rato a ser dios, y se empieza por querer cambiar las cosas, por darle la vuelta a la realidad. Todo va bien hasta que vaya a saber porque llega un momento en que se pierde todo control y tu personaje decide no llamarse Julio sino Osvaldo, tener cierta obsesión por los moluscos y no por los rinocerontes como tú le has ordenado. Y es él quien termina contando la historia.

No fue nunca donde tú le dijiste, se las arregló para pasear por toda la ciudad, asomarse en tu ventana y verte a ti convertido en un personaje peleando con una máquina de escribir; te miró rompiendo hojas, dando vueltas en torno a tu escritorio y te volvió la espalda metiéndose las manos en los bolsillos de su abrigo color mostaza, preguntándose quién eras tú. Buscó por los parques caracoles para ponerlos en su abdomen y sentir su paso lento y continuo. Por la noche entró al metro y recorrió los andenes y las estaciones de cada línea. Tú buscaste la forma de retomar el mando en la historia, pero a Osvaldo no le importó lo que tú querías contar; se metió a una sala de cine y vio una película que aún no veías. Llegó a su casa y el insomnio le hizo recordarte escribiendo, sacó de un cajón una hoja y se quedó contemplándola durante horas. Buscó una pluma y dibujó caracoles alargados, con ruedas y alas. Después tomó otra hoja y empezó a escribir una carta a Marcela. Pensaste en levantarte del escritorio y dejar inconcluso todo, pero te entró la curiosidad por saber que le escribía a tu mujer. Osvaldo ocultó de ti cada frase escrita, la pasó en limpio en una hoja amarilla y la metió en un sobre adornado con dibujos de caracoles dorados. Salió y recorrió el mismo camino que tú recorrías para ver a Marcela. Tocó y metió bajo la puerta el sobre, después corrió toda la avenida principal silbando una melodía que tú también silbabas. Observaste como Osvaldo en las nueve líneas siguientes conquistaba a tu mujer, como la invitaba a bailar a un bar que te parecía sombrío, como tus conocidos veían feliz a Marcela escuchando los halagos de tu personaje, a quien para ella era fácil besar al igual que a ti recordar que ya no era feliz ni contigo ni con tu colección de rinocerontes de metal y mucho menos con tu aroma a tabaco. A ti te siguió desde afuera de la hoja esa sensación de celos que tu razón tachaba como estupidez.

De las caricias veías como pasaban a los besos y de ahí, a las confidencias personales, Osvaldo se enteró de tu costumbre de comprar rinocerontes en cada viaje que hacías, se le hizo ridícula tu idea de ponerle nombre de mujer a tu pluma fuente y que era de mal gusto tener una bicicleta pintada de verde fosforito.

Cuando Marcela se acercó a Osvaldo para decirle que sí, que ella también lo quería, te detuviste en un punto y coma; era como si tuvieras miedo de las demás líneas siguientes, era la preocupación por las palabras que vendrían después, ansiedad por la historia que tú pretendías contar y que dejó de ser tuya desde las dos primeras líneas. Osvaldo la escuchó metiendo las manos en su abrigo mostaza y sacando de los bolsillos un par de caracoles que puso en el cabello negro de Marcela.


Te tranquilizaste en un par de párrafos, cuando ya no eran tan felices y Osvaldo volvió a ocupar los días para buscar caracoles, viajar en metro, ver películas en cualquier sala de cine, volvió el sueño y dejó de escribir cartas a Marcela pero siguió dibujando caracoles alargados, con ruedas y alas.

Casi enseguida de que Osvaldo volvió a su vida cotidiana decidiste dejar de escribir. Metiste las hojas en un cajón, saliste a la calle como para regresar a la realidad, tomaste tu bicicleta y recorriste medio barrio. Te detuviste en una cafetería para calentarte un poco. Te dio gusto ver a Marcela sola, en una mesa pegada a la pared haciendo una torre de galletas; te sentaste a su lado. Volviste a pedirle que regresara contigo, ella te tomó la mano y te pidió que no insistieras, que era muy feliz sin tener que soportar tu aroma a tabaco, tu bicicleta y sobre todo tu colección de rinocerontes; que sería más feliz con un hombre que le pusiera caracoles en el cabello que contigo. Tú no dijiste nada, saliste a buscar caracoles a los parques.


©2007 Rogelio Chávez.

lunes, 13 de agosto de 2007

18 (Balas perdidas)

A veces eso es lo que eres,
La palabra que me une a un puñado de tierra.
Sólo a veces, cuando te amo no demasiado.
Pero la mayoría de los días
no eres la palabra sino la tierra,
entonces salgo a caminarte
Hasta el atardecer.

©2007 Rogelio Jarquín. Veinticinco balas perdidas y un revolver de fogueo.

miércoles, 8 de agosto de 2007

GARDEBIA


El correo transporta ansiedad. Más aquí, Alberto, en Gardebia, en este pueblo tan lejos de todas partes, donde las cartas siempre llegan tarde y húmedas, por lo que hay que leerlas rápido, antes de que se pierdan las palabras.

Y qué placer es encontrarme cada miércoles en que paso por mi correspondencia con una carta suya, es como si me visitara sobre el papel, como si lo viera ayudándose de sus manos para hablar y preguntándome de nuevo por qué vivo aquí, en donde no hay más que hombres y catarinas, diciéndome en susurros que se siente culpable por la jaqueca que le ha dado a Montse y que dejará de fumar por algún tiempo para tenerla feliz, que ella se ha enfadado porque usted no hace ni siquiera el esfuerzo por aprender a bailar. Todo esto me lo ha dicho ahora, entre largas pausas y suspiros. Y mi consejo es el mismo de siempre: Venga a Gardebia. Cierto, aquí no hay salones de baile, tampoco mujeres, pero por algo se dice que de aquí han salido los mejores bailarines y tal vez de paso entienda el por qué vivo en Gardebia.
Anímese, compre un billete para Gardebia y salga en el tren de las siete, así llegará a las doce del día, justo en el apogeo del sol. Verá que aquí todo es húmedo y que hay que taparse la nariz para no ahogarse con la brisa. Lo primero que verá será la torre de la iglesia, vaya hasta ahí, se encontrará con un parque; espere sentado un momento, pronto se verá rodeado por varias catarinas que parece que lo miran, obsérvelas y elija la más grande y amarilla, ponga su palma frente a ella, deje que se acerque, que suba hasta su muñeca. Levante su brazo despacio, sin brusquedades. Espere a que la catarina termine la exploración de su brazo y a que llegue otra vez a su palma, que para entonces ya estará sudando. No la mire a los ojos; las catarinas son tímidas y si se les ve a los ojos se sienten desnudas y huyen apenadas. Busque con su otra mano una patita delantera, sin violencia, y ella la recargará en uno de sus dedos. Cierre los ojos y piense sólo en los pequeños tirones que le da la catarina, guíese por ellos para saber por donde llevar los pies. Cante algo, es preferible que lo que cante sea un danzón porque es lo que mejor saben bailar las catarinas. Déjese llevar y pronto sus pies ya no se estorbarán entre sí. Al terminar verá que ya es usted todo un maestro y que está listo para ir con Montse y darle la sorpresa.

No se olvide de dejar en una banca a la catarina, de regalarle una flor y unas palabras de agradecimiento por haberle enseñado a bailar. Es seguro que estará usted tan contento que no pasará a visitarme y querrá irse lo más pronto. Bien, vaya a la estación del tren, le parecerá extraño no encontrar una taquilla, es que en la estación de Gardebia no existen, los billetes se venden dentro de los vagones, esto es porque es muy común que la gente en el último instante decida quedarse. Espere a que el tren esté listo y con la maquinaria funcionando para que pueda subir a tomar su lugar. Y si siente algo en la nuca, como si le dieran pequeños pellizcos, no se asuste; sólo es la catarina que se ha enamorado de usted y no le permitirá irse. Por eso en Gardebia sólo hay hombres y catarinas.


© 2007 Rogelio Chávez.

COMPLEJO EDIPICO


El hombre se acercó a la anciana, con el filo del machete le acarició las piernas. Ella, atada, pedía clemencia con sus ojos hinchados de llanto. Él, tierno, le besó la frente, le habló al oído.
-Quedamos tú y yo, no hay más almas. ¡Pero por favor, no me mires así! debes comprender, Madre, algo tengo que comer.

© 2006 RogelioChávez.

EL IMPRESIONISMO.



En el inútil intento del apóstol Pedro por salvar a Jesús, le cortó una oreja a un soldado romano, quien cayó en tan grande melancolía que dejó el ejercito y se dedicó a pintar girasoles y noches estrelladas.


© 2006 Rogelio Chávez.