miércoles, 19 de septiembre de 2007

16 (Balas perdidas)


No pido mucho, ni siquiera el bastante que le das a los demás y ellos se marchan como niños atados al cielo por un globo. No pido mucho, ni siquiera el ocasional con que les adornas las cabezas a los desconocidos o a los ausentes. Yo no pido mucho, solo el cuentagotas de tu presencia, a veces lunes, a veces martes, a veces jueves. Seguir viéndote como ahora que te das a ti misma alrededor de una taza de café. Quizás, mirándote, descubra por qué entre más necesario me es el tantito tuyo que me cedes, menos creo en las historias de amor. Eso ya me sería suficiente.

©2007 Rogelio Jarquín. Veinticinco balas perdidas y un revolver de fogueo.

miércoles, 12 de septiembre de 2007

6 (Balas perdidas)


En la hoguera el fuego se queda quieto como para mentirle a la noche, para hacerle creer que está muerto o sólo duerme. Después tirita. Parece mentira que su temblar sea precisamente lo que nos cobija. El misterio de la llama no es la luz sino su danza resistida, sus golosas aspas. No causa calor, ingiere el frío, ese es su oficio.


©2007 Rogelio Jarquín. Veinticinco balas perdidas y un revolver de fogueo.

lunes, 10 de septiembre de 2007

Preámbulo para atrapar sueños



A veces pienso que debería guardar los sueños en el relieve de mis sabanas. Hay noches en que la mente ha trabajado tanto que no tiene fuerzas ni siquiera para construir una pesadilla, en esas noches hacen falta los sueños pasados.

Se me han olvidado muchos sueños. Cuando se sacude el polvo de las sábanas suelen salir disparados por la ventana, sólo se alcanza a escuchar un quejidito; como si tragara un sorbo de agua, te asomas y lo ves muerto, hecho un cadáver bañado de sangre amarillenta, con los cabellos verdes enredando piernas y brazos.

Antes, cuando tenía la edad de mi niña “Andrea”, era más fácil atrapar los sueños y colgarlos en el librero. Yo los metía en el jarrón de los dulces de menta para que mi Madre no los tirara; todo tenía que ser rápido, era cuestión de unos instantes para que la mala suerte le metiera las ganas de estornudar a mi Madre para que se diera cuenta. No me lo van a creer, pero en verdad, mi madre era la única mujer sobre la casa que tenía alergia por los sueños y, por esa razón quería exterminar todos los sueños que estuvieran en mi cuarto, la cosa es que cuando estornudaba eran señas de que había sueños en algún lugar de la casa.

Poco a poco se me acabó la paciencia para atraparlos, qué le vas hacer, hermano, cuando estás en la sacudida de la pubertad todo te desespera, lo que pasa es que descubres a las mujeres. Tal vez te acuerdas de irte temprano a la cama, pero del almacén de sueños que has dejado bajo el colchón no. Que cosa tan rara, dejas que se descompongan como cuerpecillos putrefactos, y te llenen los pies y las axilas de aromas pesados; luego te dicen que apestas, que estás lleno de sudor, y te mandan todo el día a la ducha. Lo he recordado. Anoche se acercó Andrea a mostrarme su pecera llena de bolitas amarillas; de sueños. Parece broma, pero mi hija me va ayudar a pescar mis sueños que, aunque ya no son de niño no dejan de ser sueños (ahora se han vuelto grises). Hoy hemos atrapado uno, ella lo miró cuando estaba a punto de pisarlo; lo metimos en una jaula, pero parece que no le gusta estar encerrado porque he oído una que otra lágrima chocar con sus mejillas. Tengo pensado sentarlo en el relieve de mis cobijas, pero tengo miedo de que mi esposa estornude.

©2007 Rogelio Chávez.

HISTORIA SIN PELDAÑOS





Hubo un tiempo en que sí podía sentirme desterrado, muerto. Y buscaba esa quietud en la noche cuando las cosas estaban más sin vida, eran momentos en que el silencio me daba un poco de esa muerte.

Me dolió mucho dejar el apartamento que Marla y yo habíamos comprado hace unos años a orillas de la ciudad y parar a esta casa de una sola planta y a espaldas de la estación del tren. Me gustaba la idea de vivir en el último piso y que bajo de mí estuviera una docena de escaleras y con ellas doce posibilidades de resbalar y caer muerto; siempre tuve la seguridad de que moriría igual que mi Padre y que el Abuelo, cayendo por unas escaleras, digamos que sentía que era la tradición de la familia, una muerte de sorpresa en los peldaños, un golpe en la cabeza y después un perpetuo silencio.

En cambio a Marla, a ella le desesperaba mi obsesión por el silencio, y es que, junto con el silencio de la noche, llegaba el deseo de una eterna quietud, de un callado abismo que sólo se puede obtener en el sepulcro, bajo tierra, rodeado de flores, una sábana florida que convoque al vacío. El silencio no sólo era la ausencia del sonido cotidiano sino también la cercanía conmigo mismo, la pasión por las cosas sin vida que me hablan detrás del rostro para después abandonarme al día, a lado del resonar insoportable que causa la ciudad en movimiento.

Marla abría las ventanas de la casa para escuchar toda la noche el ruido de las locomotoras, para oír el gentío que esperaba a que saliera el tren. Yo mientras tanto me reprochaba el haberme dejado convencer y terminar vendiendo el apartamento para quedarnos con la casa de su padre. En esta casa no existe ni un peldaño para resbalar, tampoco hay quietud, todas las cosas se mueven y vibran con los vagones que avanzan tras de mi cama.

Y la muerte parecía haberse olvidado de mí, porque a pesar que la casa parecía cementerio, con flores en todas partes, velas y crucifijos adornando la cabecera de mi cama, era inevitable la separación que tenía con las escaleras. En la oficina me cambiaron a planta baja por cosas del espacio y a Marla la mandaron al quinto piso junto con todas las demás mujeres que entre murmullos se quejaban de subir escaleras diciendo que a ver a qué hora el señor Córdova mandaba arreglar el ascensor, que eso de hacerlas subir todos los días, no eran modos de tratar a unas damas, que los muchachos muy cómodos en planta baja, mientras ellas aguantando el dolor de las piernas por la tarde.

Yo, teniendo que soportar todo el día los gritos de la gente vendiendo frutas en la plaza, frente a la oficina; al menos en el quinto piso no se alcanzaban a oír, sólo de vez en cuando se oía un avión pasar y yo pensaba en los pisos que se han de necesitar para estar a su altura para después dejarse caer por todas las escaleras hasta llegar a morir en la plaza, sobre un puesto de flores amarillas, como la muerte, porque seguro que la muerte es amarilla.

Es una muerte amarilla la que siempre he querido para mí y no una marrón oscuro que llegue en las arrugas del cuerpo, cuando se vuelva cotidiano estar sentado en una banca del patio, bajo el sol de mediodía y como única distracción, mirar los vagones que remarcan la lentitud del anciano. Y Marla sí, ella quería llenarse de arrugas, de años, y jubilarse para tener todo el día oyendo las locomotoras y recordar cuando su padre vivía aquí, cuando subía a la azotea con él y miraban las vías a la vez que los dos inventaban historias de hombres que sólo viajaban, que no hacían nada, sólo acompañaban al tren hasta sus últimos días. Marla hablaba de eso y de que ella volvería a contar historias a sus nietos o a cualquier niño que quisiera subir a la azotea y saludar a los viajeros que desaparecen junto con el ruido del tren. Para ella era llevarle la contra al decirle que yo prefiero el silencio, la calma, morir joven sin previo aviso y lleno de flores. Porque a ella le desagradaba guardar un minuto de silencio a los muertos y de llenar las tumbas de flores que sólo remarcan la falta de vida. Prefería una muerte con música, un funeral en la estación de tren y que una locomotora la llevara hasta lugar donde ella imaginaba que todas las vías del mundo iban a iniciar de nuevo su ruta.
Y ahora ya no tengo la seguridad de morirme en las escaleras, y tampoco de volver a escuchar esa nada que antes podía tener en mis noches. Lo supe cuando Marla sufrió el accidente; cuando se la llevó la ambulancia. Dijeron que había resbalado y que rodó por las escaleras, que no tuvo tiempo de pedir auxilio. Yo estaba triste pero no sé si por ella o por mí, porque mi destino mortuorio ya no era mío sino suyo.

Murió antes de subirla a la ambulancia, inmóvil y no como ella habría querido. Fue como si el silencio se volviera ella, ella que siempre se había quejado del mío.

Toda la oficina me acompañó al tanatorio. Algunas de sus compañeras lloraban de verdad. Después de darme el pésame con una solemnidad ensayada, el señor Córdova habló de reparar el ascensor y de que sentía mucho la muerte de Marla. Pidió un minuto de silencio y fue que por primera vez desde hace mucho tiempo yo oía una nada tan profunda y por un momento me volví a sentir desterrado, muerto. Jamás pensé ver a Marla tan quieta, callada y rodeada de flores amarillas, en esa muerte joven que seguro es amarilla. Y yo tan solo, sin mi muerte, con el constante ruido de las locomotoras, con el palique de la gente en la plaza; esperando a que la muerte llegue en las arrugas, la muerte marrón que era de Marla, y recordando como ella se quedó con mi silencio, con mi quietud, mi muerte amarilla; desterrándome de la nada.


©2007 Rogelio Chávez.

sábado, 1 de septiembre de 2007

Artificio


Uno se escribe historias para sí, se va creando artificios atrás de un escritorio y se cree que ahí si se tiene el control absoluto de las cosas. Se abstrae de la realidad sólo lo necesario, lo verdaderamente indispensable para jugar por un rato a ser dios, y se empieza por querer cambiar las cosas, por darle la vuelta a la realidad. Todo va bien hasta que vaya a saber porque llega un momento en que se pierde todo control y tu personaje decide no llamarse Julio sino Osvaldo, tener cierta obsesión por los moluscos y no por los rinocerontes como tú le has ordenado. Y es él quien termina contando la historia.

No fue nunca donde tú le dijiste, se las arregló para pasear por toda la ciudad, asomarse en tu ventana y verte a ti convertido en un personaje peleando con una máquina de escribir; te miró rompiendo hojas, dando vueltas en torno a tu escritorio y te volvió la espalda metiéndose las manos en los bolsillos de su abrigo color mostaza, preguntándose quién eras tú. Buscó por los parques caracoles para ponerlos en su abdomen y sentir su paso lento y continuo. Por la noche entró al metro y recorrió los andenes y las estaciones de cada línea. Tú buscaste la forma de retomar el mando en la historia, pero a Osvaldo no le importó lo que tú querías contar; se metió a una sala de cine y vio una película que aún no veías. Llegó a su casa y el insomnio le hizo recordarte escribiendo, sacó de un cajón una hoja y se quedó contemplándola durante horas. Buscó una pluma y dibujó caracoles alargados, con ruedas y alas. Después tomó otra hoja y empezó a escribir una carta a Marcela. Pensaste en levantarte del escritorio y dejar inconcluso todo, pero te entró la curiosidad por saber que le escribía a tu mujer. Osvaldo ocultó de ti cada frase escrita, la pasó en limpio en una hoja amarilla y la metió en un sobre adornado con dibujos de caracoles dorados. Salió y recorrió el mismo camino que tú recorrías para ver a Marcela. Tocó y metió bajo la puerta el sobre, después corrió toda la avenida principal silbando una melodía que tú también silbabas. Observaste como Osvaldo en las nueve líneas siguientes conquistaba a tu mujer, como la invitaba a bailar a un bar que te parecía sombrío, como tus conocidos veían feliz a Marcela escuchando los halagos de tu personaje, a quien para ella era fácil besar al igual que a ti recordar que ya no era feliz ni contigo ni con tu colección de rinocerontes de metal y mucho menos con tu aroma a tabaco. A ti te siguió desde afuera de la hoja esa sensación de celos que tu razón tachaba como estupidez.

De las caricias veías como pasaban a los besos y de ahí, a las confidencias personales, Osvaldo se enteró de tu costumbre de comprar rinocerontes en cada viaje que hacías, se le hizo ridícula tu idea de ponerle nombre de mujer a tu pluma fuente y que era de mal gusto tener una bicicleta pintada de verde fosforito.

Cuando Marcela se acercó a Osvaldo para decirle que sí, que ella también lo quería, te detuviste en un punto y coma; era como si tuvieras miedo de las demás líneas siguientes, era la preocupación por las palabras que vendrían después, ansiedad por la historia que tú pretendías contar y que dejó de ser tuya desde las dos primeras líneas. Osvaldo la escuchó metiendo las manos en su abrigo mostaza y sacando de los bolsillos un par de caracoles que puso en el cabello negro de Marcela.


Te tranquilizaste en un par de párrafos, cuando ya no eran tan felices y Osvaldo volvió a ocupar los días para buscar caracoles, viajar en metro, ver películas en cualquier sala de cine, volvió el sueño y dejó de escribir cartas a Marcela pero siguió dibujando caracoles alargados, con ruedas y alas.

Casi enseguida de que Osvaldo volvió a su vida cotidiana decidiste dejar de escribir. Metiste las hojas en un cajón, saliste a la calle como para regresar a la realidad, tomaste tu bicicleta y recorriste medio barrio. Te detuviste en una cafetería para calentarte un poco. Te dio gusto ver a Marcela sola, en una mesa pegada a la pared haciendo una torre de galletas; te sentaste a su lado. Volviste a pedirle que regresara contigo, ella te tomó la mano y te pidió que no insistieras, que era muy feliz sin tener que soportar tu aroma a tabaco, tu bicicleta y sobre todo tu colección de rinocerontes; que sería más feliz con un hombre que le pusiera caracoles en el cabello que contigo. Tú no dijiste nada, saliste a buscar caracoles a los parques.


©2007 Rogelio Chávez.