martes, 22 de septiembre de 2009

Discurso de un Jarquín


A veces (y no se puede decir que en contadas ocasiones para nuestra desgracia) la vida se presenta difícil, intranquila, dura como la piedra del mechero, mojada como el paquete de tabaco que se me olvidó sacar de la chaqueta antes de meterla a la lavadora, tímida tirando a etérea, imposible de retener entre las manos como el humo de mi cigarrillo y enredada como estos pelos que he terminado por dejar crecer en pleno verano. Me consuelo al pensar que también (y eso es siempre) se presenta corta y nerviosa como mis piernas. Entonces es cuando la quieres más (a ella, a la vida) y no importa que sea miope o ande coja de un pie después de un tango, sorda en las conversaciones a larga distancia, muda cuando al radio se le han acabado las pilas. No importa que huela mal, que comparta una canción imposible de escuchar. No importa que nos cuente del dolor de piernas por la tarde y de los pronósticos de jaquecas para mañana acompañadas de leves estreñimientos y un malestar agudo en la garganta al beber cerveza. No importa que sea corta como mis piernas, ciega como mi vista después de ocho horas frente al ordenador, no importa que se vuelva muda al mismo tiempo que yo cuando me da por pensarte, no importa que se sepa tres pasos de baile, no importa que tenga dudosos gustos musicales (en eso también soy culpable) no importa que no tenga ni un duro para recorrer mundo. Qué le voy a ser si soy un romántico y de ella me fío, qué le voy a ser si una y otra vez me consuela diciendo que las vidas son cortas y que algún día la distancia que hay entre vos y yo se quedará pequeña, minúscula, imposible de percibir a simple vista. Qué puedo hacer si la vida se me presenta con su vestido de domingo intentándome contagiar de su optimismo. Nada. No digo nada. Cuando mucho afirmo con la cabeza y pongo cara de que me creo todo y que estoy feliz esperando ese acortamiento de distancia, pero en cuanto se va la vida a consolar a otro vuelve esa angustia, será la consciencia del ser, esta tercer cerveza o simplemente el pavor que me da al saber que la vida seguirá acortándose y habrá menos cafés, menos quererte, menos extrañarte, menos dobles de cerveza, menos deseos, menos cielo, menos Madrid…
© RogelioJarquín 2008.

martes, 12 de mayo de 2009

7 (Balas perdidas)


Así de pronto nos cambia el humor, con la luna en un charco mojándonos los zapatos, o porque hemos consentido que se cuele por las persianas en rebanadas, se pose en la cabecera de la cama y nos estampe franjas lunares en toda la cara; o simplemente porque hemos decidido salir de noche y dejarnos bañar en su luz. Entonces de golpe nos cambia el carácter, la mirada y puede que hasta la forma en que balanceamos los brazos al andar. En cuestión de segundos pasamos de una tristeza sin fin a una alegría igualmente infinita, del astigmatismo a la miopía, del placer de la primera calada del cigarrillo a un continuado ataque de asma que nos mantiene en vela, del nunca al para siempre.

Para algunos sería preferible que la luna jamás se mostrase tan llena porque les desordena las palabras, que es peor que desordenarles las ideas, porque un repentino tartamudeo les obliga a retroceder en cada frase, vuelta a empezar como un trabalenguas o un complicado paso de baile que no termina por salir.

No será sencillo confesarte, confesarme, que este temblor de labios, este continuo desearte también va en crecimiento con las fases de la luna, que es ella la culpable que te escriba con todos los dedos, a toda máquina y que mientras lo hago, voy imaginando que mi boca recorre tu cuello, besando ese camino de lunares.

Es lo que sucede cuando se ha nacido en una familia demasiado sensible a los plenilunios. Porque del árbol genealógico de los Jarquín (un naranjo muy pequeño, un millar por todo el mundo, un poco más, quizás) me tocó la rama más lunática; unas hojas que se transforman y se agitan como el mar.

En las noches de luna llena a mi madre le da por llorar mientras escucha a María Callas, le da por recordarse a sus veinte años, entregada a la música, le da por volver a vivir aquel día; ella resplandeciente a punto de ser aceptada en un importante coro; la gente maravillada con su perfecto ir y venir de agudos y graves. Empieza su llanto poco a poco al tiempo que maldice a ese alguien que se le ocurrió abrir la puerta y dejar entrar a la luna con toda su luz en el momento de su gran final, haciéndole desafinar terriblemente. Una y otra vez lo intenta, en el gran ventanal del salón se pone a cantar enfrentada a la luna llena y parece que su voz vuelve a levantarse con dulzura por toda la casa, pero en un breve instante se amarga obligándola a callarse, y venga a recordar y venga a llorar.

En el otro extremo del licántropo de siempre se encuentra mi padre. Poseedor de la única barba cerrada de la familia, apenas descubre a la luna en el cielo aún azul y ya le invade un pánico incontrolable a la alopecia, y sin oír razones se lanza a buscar a la farmacia y las tiendas todos los tratamientos contra la caída del pelo. Su pánico se vuelve un gran entusiasmo a la mañana siguiente, cuando comprueba frente al espejo que su barba sigue intacta.

A mi hermano mayor le asalta una sed de burbujas que le obliga a beberse litros y litros de tónicas, a beberse vasos y vasos de agua con sal de frutas, terminando por masticar cualquier pastilla efervescente que encuentra en el botiquín, para después dormirse con una espumosa sonrisa en la cara.

A mi hermana menor le da por el protestantismo y sonambulismo al mismo grado. De pronto, en mitad de la noche su voz nos sobresalta; la descubrimos al pie da la cama, con los ojos abiertos pero ausente, hablándonos de pestes, de falsos profetas y de condenas eternas. Al despertar no recuerda nada y eso le ayuda a continuar tranquilamente con su atea vida.

Te confieso que me costó tiempo y valor aceptar que de entre toda mi familia, algunos amigos y vecinos (que no son Jarquín pero poco les falta) sea yo al que más le afecta la luna y sus cambiantes rostros. Porque a diferencia de ellos que padecen y se agitan y se transforman sólo en luna llena, en mi no desaparece, al contrario, va aumentando y disminuyendo al mismo tiempo que la luna mengua o se llena. He llegado a la conclusión de que todo se debe a que nací justo en el momento en que la redondez del plenilunio era más naranja, en el instante que el esfuerzo de mi madre en el parto se mezcló con sus recuerdos, mientras mi padre en el pasillo le preguntaba a una enfermera rubia por sus trucos para mantener esa melena tan fuerte y brillante. A eso se debe que te escriba con todas las fuerzas de mis dedos contra las teclas negras de mi máquina, a que te escriba sin parar algo que había empezado con un tecleo sonoro, pero lento, como quien comprueba la afinación de un piano. A eso se debe que en la luna menguante necesite sólo unas tímidas gotas de vinagre para aliñar la ensalada y que en la luna llena empape la lechuga hasta ennegrecerla, hasta que el vinagre me llegue a la nariz antes que a la boca; a que poco a poco mi apetito se vuelva voraz, a que las horas dedicadas al sueño aminoren. Es la luna responsable de que poco a poco ignore la única herencia segura que tengo de mi madre, esa desafinada y agria voz que permanece en mí todo el tiempo, ese querer y no poder; ese empezar una melodía con un silbido inocente que día a día va acercándose más y más a una desgañitada voz que tortura a quien la escucha. Con la imaginación pasa lo mismo, con esas historias que escribo, empiezo escribiendo una frase en un papel, una línea que se me ocurre de pronto, entre sueño y sueño, y termino por escuchar en mi cabeza las voces de mis personajes, largos monólogos, diálogos y riñas que no escribo porque me cuesta seguirles. Con cada fase lunar los ojos se van poniendo rojos hasta que ningún colirio puede quitarme la irritación.

Y el deseo, este desearte crece y disminuye continuamente, pero no desaparece como no desaparece la luna. Primero imagino que beso tus manos y me basta con besar tus manos, pero poco a poco voy necesitando besarte más al mismo tiempo en que voy imaginando que tú misma vas desprendiéndote de la ropa; para cuando vuelva la luna llena ya me habré imaginado a mí mismo retozando entre tu desnudez. Y día a día voy sobreviviendo a todos estos efectos mientras te veo serena, andando de noche o escuchando en un café la música que jamás podré tocar. Porque de pronto me dan ganas de renegar de mi apellido, dejar de ser por un momento Jarquín y poder controlarme sin importarme el plenilunio sobre mi cabeza, ser capaz de cantar o de tocar una melodía que llegue volátil hasta donde te encuentras, de ser Félix Antolín y hacer que setenta y seis teclas toquen como si fuesen noventa y siete en cualquier bar de Madrid, inventar de nuevo el fuego como Gene Krupa y sus platos igualmente lunares, hilvanar una caricia de arco y cuerdas como si no me llamase Jarquín sino Joshua Bell.

No es fácil confesarte, confesarme, que es por la luna que he asumido ser un músico frustrado, y que me he tenido que refugiar en la literatura, porque a veces, con un poco de suerte, descubro alguna palabra de naturaleza volátil, como la música.

Cómo no enloquecer de ganas de saber en que te cambia la luna. Si apenas escucho unos segundos de ese viento que la trompeta de Jerry González convierte en luz y de pronto me va invadiendo la convicción de que yo también puedo, de que también soy capaz de llenar de sonido el aire que hay entre tú y yo. Es entonces, en la brillantez más alta del plenilunio, cuando me visto con mis mejores ropas y me siento frente a lo más parecido a piano que voy a estar jamás. Y con un solo de mi vieja Olivetti voy tocando a mi manera esta caricia que te escribo y que llegará segura hasta donde te encuentras, mientras te muerdes los labios, miras al cielo y le echas la culpa a la luna llena por esa picadura de avispa que sientes al hablar, sin imaginarte, sin sospechar ni por un segundo que soy yo, un Jarquín besándote la comisura de los labios.

©2009 Rogelio Jarquín. Veinticinco balas perdidas y un revolver de fogueo.

domingo, 26 de abril de 2009

3 (Balas perdidas)

Gracias a que es una persona de naturaleza más bien positiva, ve con muy buenos ojos que el mundo avance y se acelere, a que a estas alturas a nadie se le ocurra viajar en metro y tragarse un ladrillo como El Quijote, por eso apenas pone un pie en la calle y ya se ve a sí mismo homenajeado y premiado con un lugar en la Real Academia, probando la comodidad de sus sillones, eligiendo entre tanto respaldo de letra bordada. La gente le mira mal porque está sonriendo, porque va por la calle abrazando en un único folio lo que cree su mejor obra, un verdadero bet-seller:

"BREVÍSIMO PERO DETALLADO EJEMPLO PARA LA PREPARACIÓN Y EJECUCIÓN DE UNA HUIDA EXITOSA, SIN QUE LOS MOTIVOS IMPORTEN DEMASIADO"

-¡Señor conductor, Aquí es donde me bajo!-dijo pegándose un tiro en la sien.


©2009 Rogelio Jarquín. Veinticinco balas perdidas y un revolver de fogueo.

lunes, 30 de marzo de 2009

GENEALOGÍA

Fuera de sí, entró en ella y salió aquel.

© RogelioJarquín 2008.

viernes, 27 de marzo de 2009

Definición


Las piedras chocan y hacen fuego: el cuento.

© RogelioJarquín 2008.

martes, 3 de marzo de 2009

5 (Balas perdidas)


Bien puede suceder en Madrid y su julio de toldos verdes, o en el noviembre asfaltado de Montevideo. Seguramente (ya en Madrid o Montevideo) la gente se arremolina en la boca del metro, con las horas justas viajando en la muñeca, mira por mirar mientras anda y se dice no recordar un verano tan salvaje, luego fuma y toma café todo el tiempo por esa vieja costumbre de despistar el calor con el calor y el frío con frío.
Una mujer, que bien podría llamarse Isabel o Elena despierta con los ojos hinchados de quien se busca el alma mientras duerme. La mujer (Isabel o Elena) camina por las calles de la mañana esta vez para encontrar la realidad. Halla en su lugar a un hombre sentado en el parque, llorando a rabiar, y piensa “la vida debería de ser así, con enormes y robustos hombres que lloran y ríen para que el alma no se pierda entre las vísceras”.

©2009 Rogelio Jarquín. Veinticinco balas perdidas y un revolver de fogueo.

miércoles, 21 de enero de 2009

4 (Balas Perdidas)

Ahora que tienes papel y lápiz dibújame un radio transistor, con frecuencia modulada. El dial donde prefieras, pero que la música empiece volátil (léase levedad, nunca ingravidez) y que haga una breve escala en Jean Sibelius y su Tempestad. Después puede seguir, que continué por horas, hasta que una voz, siempre fría, anuncie el final de la emisión, o mejor, que presagie para mañana lo que todos sabemos “También amanecerá en invierno” y pronostique lo que no sabemos: los astros y la luna se alinearán entre el jueves y el viernes en tu signo, es decir, en el mío. Dibújame un radio transistor con toda la piel de madera. A cambio yo te escribiré en el lomo de un cometa en blanco, una veintena de historias pequeñitas, unas que no te ocupen mucho espacio, para llevarlas contigo, que no pesen, volátiles (de nuevo la levedad) y translucidas como un collar de besos.

©2009 Rogelio Jarquín. Veinticinco balas perdidas y un revolver de fogueo.