miércoles, 4 de agosto de 2010

EL ORIGEN DE LAS LUCIÉRNAGAS









A Ricardo Pérez y César Cordova:


amigos, refugios, Cazadores de insectos




1: AUTORRETRATO CON MALETAS


Debería de haber una forma de desdoblar las esquinas en lugar de doblarlas, de volver a juntar esos gajos de pomelo, de retomar la lectura justo donde el índice se ha detenido porque el codo de nuestro compañero de asiento en el tren nos ha rozado, ha invadido esa pompa de jabón que nos rodea haciendo un estruendoso ¡plash! en la lectura. Como todos los años me reservo una tarde para intentar inútilmente juntar los gajos de una mandarina, de una lima o un pomelo, para lograr la circunferencia perfecta sin que me sobren o falten gajos. Me reservo una tarde para intentar desdoblar la esquina de la calle Olmo y Ave María (Donde empieza y acaba mi Madrid) para despedirme durante el verano del tabaco y a caladas lentas acabar con mi último cigarrillo en el primer golpe de calor.

Y en eso estoy ahora; enciendo y fumo el último cigarrillo de la cajetilla, dibujo con un hilo de humo algo parecido a una salamandra, una serpiente, peces con alas que planean en círculos, que se enredan y se deshacen sobre mi cabeza para formar una nube que se golpea suavemente contra el cielo raso de mi pequeño salón. Fumo mientras entra el calor por la ventana y vuelvo a limpiar con la manga de la camisa el viejo vinilo de Benny Goodman que ayer, por diez euros, pude rescatar de una pila de discos en La Metralleta de la Plaza de las Descalzas. Siete veces lo he limpiado, para siete veces siete escuchar la misma cara B, la misma canción. Escucho Sing-Sing-Sing y las primeras notas son también como humo, como un hilo de aire, una hebra de sonido que se convierte en salamandra, en peces alados que planean unos instantes sobre mi cabeza para escaparse por las ventanas. Me los imagino en bandada, volando sobre Madrid, agitando las alas y llevando la prensa en el hocico, repartiendo por los portales periódicos llenos de fotos, de noticias y anuncios clasificados de ciudades que jamás existieron. Y así estaré un rato, sentado en el suelo, junto al tocadiscos, mirando el paso tropezado de la aguja, siguiendo el ritmo con el pie izquierdo al tiempo que imagino que los peces también marcan el compás en su aleteo, que cruzan la Puerta del Sol, sobrevuelan calle Mayor, que estampan sus siluetas traslucidas sobre los tejados y que se detienen unos breves instantes frente al portal ocho de Escalinata, husmeando por los balcones como si buscasen algo o a alguien; y que después regresan a Sol por Arenal para callejear sin detener su vuelo y bajar toda la calle Atocha hasta venir a morir a mi ventana donde les espero, donde sigo sentado junto al tocadiscos, con el último cigarrillo todavía en la mano y limpiando el vinilo que los hará resucitar.

Pero no todos los peces que nacen en mi salón vuelven al giro del plato. Algunos, apenas se sienten liberados, fuera de mi alcance, cruzan la calle Santa Isabel y desvían su vuelo de la ruta que he imaginado para ellos. Son rápidos, aprovechan que en ese momento un cardumen igualmente volátil sale de las puertas del conservatorio de música, y consiguen engañarme, se mezclan entre los atunes plata de un clarinete, en el azul brillante de los peces beta que nacen de un piano, entre los tetra neón que también parecen desesperados, ansiosos por escaparse en cuanto surgen de la línea trazada por el arco, de sus prolongadas caricias al violonchelo. Algunos no pretenden ir muy lejos, terminan enganchados en las letras luminosas del hotel Mediodía o vuelan sobre el invernadero de la estación de Atocha, planeando en el estanque, rozando con las alas los caparazones de las tortugas que los miran sin inmutarse. Los hay que deciden esperar a morir en el jardín botánico o los que suben toda la cuesta de Moyano y mueren en el intento de llegar al Retiro. Pero unos cuantos sobreviven, huyen sin detenerse por el Paseo del Prado y no los vuelvo a ver más.

Me gustaría encontrar la manera de retenerlos pero no puedo sino seguir fumando mientras los miro partir. Sé de antemano que sería inútil cualquier búsqueda, cualquier pesca; ellos no tienen intención de regresar ni yo de reprocharles que quieran huir, que se resistan a continuar interminablemente la ruta que les trazo desde mi salón. Lo sé porque mientras los veo marcharse, apresurando el vuelo, de alguna forma me llevan de regreso a mi propia huída.

Y de pronto estoy otra vez en La Ciudad de México, de pronto vuelvo a tener nueve años, a mirar la casa baja de paredes de madera y techo de cartón, vuelvo a meterme en el bolsillo la tierra gris del patio y a mirar las marcas de golpes en mis piernas y brazos, a oler el café quemado de las siete de la mañana, a percibir ese olor de sopa de fideos que sale de las ventanas a las tres de la tarde. Y me veo otra vez saliendo de la vecindad, corriendo calle abajo como si supiese en realidad a donde ir. Corro con lo puesto, sin maletas, con la fuerza que el miedo le da a mis piernas, con ese mismo miedo que me hace tener la certeza de no regresar, con el deseo de no repetir interminablemente la ruta que se me obliga, con la ansiedad enorme de irme lo más lejos posible; corro sin parar, sintiendo que en la fuga las piernas siempre estorban, que sería más fácil huir si uno tuviese alas, si uno fuese un ave o un pez volador.

Retrocedo más de veinte años y vuelvo sobre mis pasos, cruzo el océano hasta el punto de partida y recorro cada lugar, cada refugio, cada guarida.

Vuelvo a estar en la Alameda, buscando un rincón de césped seco para por fin dormir junto a un león de mármol. Vuelvo a recolectar cartones y vidrio bajo los puentes de la calle Tacuba y a dormir dentro de los camiones de basura. Me veo otra vez, la tarde de un cuatro de enero, vendiendo carteles entre un mar de gente de Correo Mayor . Y otra vez vuelvo a bañar viejos trapos de disolvente y gasolina para sentir ese primer ardor en la cabeza, ese ir y venir tras los ojos. De nuevo estoy en una alcantarilla de la avenida Cien metros frente a la centrar de autobuses o con una bandada de niños pidiendo comida a los viajeros.

De nuevo a mis palabras pronunciadas les cuesta salir y dan tropezones en mi lengua obligándome a tartamudear y las escritas todavía no saben nacer. De nuevo, y sin saber la razón que me llevó hasta ahí, estoy sentado frente a un médico de un internado temporal, desnudo, contestando sin contestar, otra vez con el miedo incitándome a huir.

Y vuelvo al primer atardecer en Villa Margarita, a esos siete años dentro del internado, vuelvo a sus dormitorios, a sus ocho edificios con nombre de pájaros, a esos casi trescientos rostros que todos los días despertaban y compartían comedor e historias conmigo. A ese último día dentro de sus muros. A su cierre, su desaparición para siempre meses después de mi traslado a una casa hogar en Coyoacán.

Y de nuevo, como si fuese la primera vez, camino por la calle Tepic, por primera vez como y bebo en un café de la avenida Álvaro Obregón o Tlalpan, y hablo de libros, de viajes por hacer. De nuevo por primera vez escribo esperando que alguien me lea. Y otra vez, después de mucho tiempo, buscando inútilmente una sombra bajo la estatua ecuestre de la plaza Tolsá, siento ese deseo de marcharme, de alejarme sin mirar atrás; y un jueves de septiembre dejo máquina de escribir, libros y gente, y sin despedirme de todos, lleno tres maletas prestadas que nunca devolveré y salgo rumbo al aeropuerto con mi pasaporte de tapas verdes; salgo para dejar México.

Y vuelvo a conocer el verdadero invierno, el camino nevado de un pueblo perdido de Burgos, vuelvo a la avenida Diagonal de Barcelona, vuelvo a mi Madrid sin muralla. Me detengo en la calle Escalinata como si buscase algo o a alguien, de nuevo estoy en mi habitación de Fuenlabrada, o en mi buhardilla de la corredera de San Pablo, o sacando fotos desde mi balcón de la calle Ave María, o sentado en la acera, frente al Hotel Inglés de la calle Echegaray, dibujando en cualquier trozo de papel un león, un tigre. De nuevo estoy bebiendo una cerveza, desdoblando la esquina de Olmo y Ave María, donde decido que ahí empezará y acabará mi Madrid.

Y callejeo hasta venir a aterrizar a mi salón de Santa Isabel, donde limpio un vinilo con la manga de la camisa y fumo el último cigarrillo antes de que llegue el primer golpe de calor.

Cerraré la ventana porque ya a nadie espero. Apagaré el tocadiscos ahora que he acabado de fumar. Tal vez salga a beber (retroceder demasiados años siempre me da sed) Pediré una cerveza y quizás me ponga a dibujar o a escribir cualquier cosa, alguna historia, alguna noticia de prensa sobre ciudades que no existen, lo que sea que me distraiga por un rato, que aleje esos recuerdos que aletean como insectos alrededor de mi cabeza. La mayoría de ellos terminan por irse, por dejarme por un tiempo o se enredan en las aspas de los ventiladores del techo, pero los hay que continúan volando desordenadamente frente a mis ojos. Y no se irán, no se irán esos rostros, esos siete años que viví dentro del internado, no se irán esos otros nombres, esas camas de hospital, esos dormitorios que aletean y no me dejan escribir. Seguirán ahí, compartiéndome su memoria, dándome esos gajos de recuerdos, esos trozos de naranja como si esperasen a que yo fuese capaz de juntarlos.


© RogelioJarquín 2010.El origen de las luciérnagas.