lunes, 27 de junio de 2011

Érase que ya no fue…

Por mucho que ahora os hagáis los sorprendidos y lloréis desconsolados escuchando la noticia en la radio, no tendréis la desfachatez de negarme que esto se veía venir. Cansada de repetir el mismo final, del fueron felices y comieron perdices, aburrida de seguir siendo joven y bella, de ser odiada por la madrastra, de terminar de servidumbre en una casa perdida en el bosque, cayendo siempre en las mismas trampas, una vez más volvió a repetir el guión, mordió la dichosa manzana (echaba tanto de menos el melocotón y los frutos secos) y fingió caer en un profundo sueño y esperó paciente el ya aburrido beso pero esta vez llevaba en la boca un mejor final, esta vez llevaba en la punta de la lengua su libertad almendrada en forma de pastilla de cianuro tan azul como el traje del príncipe.

©RogelioJarquín 2011.

domingo, 8 de mayo de 2011

NAGUAL

A Brisa Rossell




Si un domingo o un jueves (en realidad cualquier día de la semana que amanezca soleado) te da por pasear durante largo tiempo hasta llegar a la calle Olmo y te asomas a la ventana de los Jarquín, te darás cuenta de que es una familia extraña pero no tan extraña. Es más normal de lo que la gente dice. Tienen fama de ingenuos, despistados, caprichosos, huraños y adormilados, pero nada de eso es cierto.

Los Jarquín de la calle Olmo son de una sinceridad que molesta. Aunque nadie suele preguntarles su opinión, acostumbran soltar verdades como si fuesen estornudos (¡Achís! ¡Pero que libro más flaco! ¡Achís! ¡Que película más en blanco y negro ¡Achís! ¡Que taxi más amarillo!), y tienen la fiel convicción de que el mundo es igualmente sincero. Por eso cuando escuchan en el metro a un hombre decir para sí que los mocasines le van a matar, ellos de inmediato se imaginan a ese par de zapatos de piel marrón con pequeños colmillos clavándose en los calcetines, devorando lentamente por los pies, como peligrosas boas, al pobre hombre que sale del vagón con las piernas más cortas de cuando entró.

Cada vez que el médico de la familia ausculta a don Ricardo (que, como todos los abuelos Jarquín, tiene cara y bigote de coronel) le termina riñendo por gozar de tan buena salud y se marcha enfadado jurando que no va a volver nunca más, que no puede perder el tiempo con un viejo chiflado que se inventa dolores y que tiene demasiados pájaros en la cabeza. El abuelo Jarquín se sienta en el borde de la cama, y por mucho que se sacude el pelo cano y mira el fondo del sombrero no consigue ver ni siquiera un aleteo o un pico o una pluma de los dichosos pájaros.

Si el día que se te ocurra asomarte a la ventana de los Jarquín es de mañana muy temprano, descubrirás que todos, menos el pequeño Hugo (un Jarquín de cinco años), todos en esa casa despiertan con una sed de naufrago. El coronel Jarquín, el padre con sus gafas para leer de cerca, la madre con sus gafas para leer de lejos, el primo César (dueño de una prospera tienda de muelles), las mellizas Helena y Elena, los tíos Ignacio y Claudio (afamados hombres orquesta) y Diana, la Jarquín de trece años, todos, en cuanto abren los ojos saltan de la cama y corren a la cocina a beber litros y litros de agua.

Te equivocas si desde la ventana decides creer que la gente tiene razón, que los Jarquín son seres adormilados y huraños. No te dejes engañar porque veas que al cruzarse en el pasillo de la cocina no se saludan con un beso, con un ¡buen día! ni siquiera con un frío hola o un simple gesto. A todos, excepto a Hugo, les cuesta mucho soltarse del sueño e intentan retenerlo en la memoria el mayor tiempo posible. Prefieren el silencio para disfrutar cada uno de sus sueños, incluso mueven la boca y los brazos como si los abrazaran o masticaran. A esa hora les irrita el mínimo contacto, el mínimo sonido porque un ruido o un roce de manos pueden provocar que los sueños se mezclen o extravíen, que se les resbalen entre los dedos o que hagan ¡plaf! como pompas de jabón y desaparezcan. Ahora comprenderás que no es por capricho que el primo César haya llenado todas las paredes y el suelo de minúsculos muelles sino porque confía que de esa forma los sueños puedan botar y rebotar sin hacerse daño.

Pero para entender la gran importancia que le dan a sus sueños los Jarquín, no bastará con mirarles desde la ventana. Tendrás que tocar a su puerta, ganarte su confianza y escuchar los sueños de cada uno de ellos. Si después de titubear un poco decides por fin tocar a la puerta, es recomendable que les lleves como muestra de amistad una cajetilla de cerillas o una linterna, un saxofón o una luciérnaga porque los Jarquín son propensos a coleccionar cosas con demasiada luz. Ellos te estarán tan agradecidos por el presente que te invitarán esa misma tarde a subir a su terraza para jugar una partida de cartas o dominó, y créeme, no existe mejor momento ni mejor lugar en toda la tierra para que un jarquín te confiese lo que realmente le importa.

No será difícil que se encariñen contigo, los Jarquín son seres de amores y odios espontáneos, y desde la primera partida es posible que empieces a comprender un poco más a esos Jarquín que viven en la calle Olmo.

Desde esa mesa de madera, mientras vuelven a barajar las cartas y te reparten una reina de bastos y un cinco de oros, te confesarán que todos (excepto el pequeño Hugo) poseen un nagual, una especie de guía, un animal fantástico que les lleva en volandas por los sueños a recorrer las maravillas del mundo. De esa forma los Jarquín se sienten y en verdad son felices disfrutando de sus dos vidas. De día se quejan del tráfico ellos que no conducen, compran montañas de discos de Chet Baker ellos que siguen con el tocadiscos estropeado, sacan las bicicletas en invierno y los paraguas en verano siempre desconfiando del hombrecillo del televisor que pronostica chubascos y ventiscas. De noche las cosas son muy distintas, se dejan llevar por su nagual, van a nadar al río Sena, se compran un reloj de arena en El Cairo, se suben a todos los tranvías de Lisboa desde donde saludan a los peatones y comen helado doble en Moscú.

El nagual del coronel es un elefante muy viejo, azulado y un poco sordo, el del padre Jarquín es un lobo con un colmillo roto y una cola hecha con retales de tela. El nagual de la madre Jarquín es una tortuga milenaria con el caparazón acolchado que come nueces sin parar. El del tío Ignacio es un rinoceronte con una trompeta por cuerno y el del tío Claudio es un escarabajo que sabe silbar; juntos improvisan canciones y dan conciertos en los cafés de Buenos Aires. El nagual del primo César es un saltamontes que con las patas traseras pinta retratos al óleo y el de Diana es una lechuza con cuerpo y voz de acordeón. Las mellizas Helena y Elena se intercambian los naguales; cuando a una le toca la jirafa con la escalera de caracol alrededor del cuello, a la otra le toca el gato parisino, verde y vegetariano.

Viajar tanto les provoca una inmensa sed por eso apenas despiertan salen disparados a la cocina para beber agua. En eso los naguales son muy parecidos a los Jarquín, sólo que no es agua lo que beben. Con sólo tocar cualquier objeto con luz (una vela, una luciérnaga, un saxofón, un tarro de miel) lo convierten en un líquido luminoso que beben con la misma ansiedad que los Jarquín el agua. Por eso los armarios de la casa están llenos de linternas y cajas de cerillas. Todas las noches los Jarquín antes de dormir guardan una bombilla bajo la almohada.

Es seguro que mientras escuchas esto te sorprenda ver a Hugo Jarquín sonreír fascinado, tan prendido a las historias como tú, como si fuese la primera vez que las oye. Pero no pienses mal. No es que Hugo no sea de la familia por no tener nagual. Hugo es tan Jarquín como el coronel o las mellizas. Simplemente es que los naguales nacen del primer diente de leche que se cae y el pequeño Hugo todavía conserva toda la dentadura.

El método es sencillo. Al diente, como a las plantas, hay que enterrarlo en el fondo de una maceta, colocarlo en un lugar ventilado y con mucho sol, echarle agua todos los días, ponerle música y esperar pacientemente.

Pero hay que tener mucho cuidado porque no falta algún roedor embustero que quiera engañarte y darte un par de monedas a cambio de tan preciada semilla. Te hacen creer que el trueque es un favor cuando en realidad es un gran timo. Existe un famoso ratón, arrogante y avaricioso que durante muchos años ha mentido a todo el mundo fingiendo ternura y generosidad, pero lo que en el fondo hace es plantar él mismos el diente para después vender el nagual a los circos y a ricos excéntricos que coleccionan animales extraños.

Pronto Hugo tendrá el suyo, lo sabe muy bien y por eso sonreirá, imaginándose el momento en que plantará su diente, deseando que, con un poco de suerte, su nagual sea un lobo como el de su padre.

Después de veinte partidas de dominó y cientos de sueños narrados, mirarás la hora en tu reloj pulsera y decidirás volver a casa. Apenas pongas los dos pies en la acera, los Jarquín de la calle Olmo se apresurarán a cerrar la puerta sin despedirse, pero no se los tomarás en cuenta porque sabrás que lo único que quieren en ese momento es reencontrarse con los sueños. Sólo Hugo Jarquín, desde una de las ventanas de la casa te mirará irte y te dirá adiós con una mano mientras con la otra se toca un colmillo que parece que empieza a moverse un poco.








©RogelioJarquín 2011.

viernes, 11 de marzo de 2011

EL EVANGELIO

A estas alturas del cuento a nadie le interesa que su razón penda de un hilo. A la vecina del segundo, al chino de la esquina y especialmente a los que esperan el bus 133, les importa bien poco el desorden de su barba. Pero se cercioran de que la cartera siga bien segura en un bolsillo de la chaqueta, porque ya se sabe.

Es de esperar. En esta época de progreso telepático a la gente no le preocupa que amanezca encaramado en lo más alto de una grúa de construcción o que charle amenamente con las farolas de la plaza de Callao. Es normal que le esquiven al verle pelear contra algún andamio de Gran Vía. En estos tiempos de tecnología inalámbrica a nadie le sorprende verle hablar solo y nadie se detendrá para escucharle.

Pero en cambio con qué sorpresa, con qué pánico, con qué temblor de manos la gente marcará el número de la policía, cuando él se ha detenido encolerizado frente al portal 49 de la calle Alcalá y se ha puesto a lanzarle piedras mientras grita con furia

-¡Largo de la casa de mi padre! ¡Habéis convertido este lugar en una cueva de ladrones!

Desde luego que, a pesar de las prisas, algunos peatones esperarán en la esquina al coche patrulla; con teléfono móvil en mano, confían que no les falle el pulso y puedan grabar en máxima resolución la detención del loco que a pedradas pretendía derrumbar el Instituto Cervantes.


©RogelioJarquín 2011.

jueves, 3 de marzo de 2011

CORTAZARIANDO


No con muchas esperanzas, un cronopio sale a la calle con el original de su primer libro de cuentos. Se dirige a la papelería más cercana (que siempre se encuentra estratégicamente frente a los colegios y consulados) y pide cientos de fotocopias y sobres. Dos horas más tarde sale de la papelería cargando una montaña amarilla de sobres. Recorre a pie la ciudad en busca de buzones igualmente amarillos. En cada buzón deposita un único sobre; cree que de esa forma se multiplican las posibilidades de encontrar editores. Y de esa manera el cronopio va alimentando sus sueños y a los buzones de la ciudad. Inmerso en la esperanza que le va naciendo en el pecho (entre el segundo y tercer botón del abrigo) el cronopio no se imagina que hace media hora (del quinto al sexto buzón) la fama ha llamado a su puerta, que se ha dejado los nudillos llamándole y que después de un rato pegada al timbre se ha ido maldiciendo al encontrar otra casa vacía.

©RogelioJarquín 2011.