viernes, 11 de abril de 2014

EL ORIGEN DE LAS LUCIÉRNAGAS CAPÍTULO 1

Álvaro Cardamo ignora que todo él es un lugar común. La Montblanc de tinta azul en el bolsillo de la camisa, la libreta de tapas negras bajo el brazo, el cigarrillo de tabaco rubio entre los labios; sus sobremesas de tertulias literarias y copas de vino tinto, sus tardes salpicadas con música arenosa del tocadiscos y esa nube de humo, la eterna nube de humo sobre su cabeza.  A sus treinta y tres años no es consciente de que le ha bastado  publicar su primer libro para tener sobre su propio ser todos los  tópicos de lo que siempre ha imaginado que es  un escritor.  Álvaro Cardamo con su delgada obra literaria en las manos ya tiene la miopía que cree tienen los escritores, duerme mal, come peor y padece de una economía tan corroída como su salud.  

Los que le conocen, los que realmente le conocen, no le juzgan, al contrario, le tienen cierto cariño y hasta les causa un poco de ternura cuando ven a Cardamo con alguna nueva excentricidad literaria (como ponerse a teclear en medio de un parque esa vieja olivetti que compró hace muchos años). Los que apenas le conocen lo miran y lo repelen, no soportan su sarcasmo, su manera de mover las manos para no perder la palabra en las conversaciones, sus historias llenas de insectos y su humor negro lleno de muertos, de desprecio por dios, por la patria y por la madre. No entienden ni soportan que metro y medio de carne y huesos ande por las calles como si midiese tres metros. 

Arisco y distraído pierde continuamente la cartera, el autobús y el hilo de una conversación trascendental.  Viviendo como vive, entre una montaña de libros, papeles, cigarrillos y cacharros viejos, es capaz de encontrar siempre el libro  que busca pero incapaz de tener la nevera llena o de acordarse del plato de espaguetis que metió hace dos días en el microondas.  Habla solo, se ríe solo y solo se enfada. Escribe sus ideas en papelitos amarillos que después guarda cuidadosamente en la billetera mientras los billetes permanecen hechos un ovillo en el fondo de sus bolsillos. Sus alegrías, sus depresiones, sus insomnios y sus sueños parecen estar llenos de referencias literarias. Incluso sus muertos no son sus muertos. Son los retratos de Kafka, Rulfo, Calvino, Cortázar y Proust los que adornan sus paredes y las ofrendas florales de sus dos de noviembre. No sale a la calle sin antes cerciorarse de que lleva en la mochila una libreta de repuesto, cartuchos de tinta para su pluma  y los dos o tres libros que en ese momento está leyendo. Se sabe de memoria todos los comienzos de sus libros preferidos, la vida y obra de sus autores, ha estudiado y aprendido toda estructura y decálogo literario que ha encontrado pero jamás, jamás ha aprendido a atarse los zapatos, razón por la que siempre usa botines. 

Nadie de entre sus conocidos, de entre sus amigos y enemigos le sorprendería que a Cardamo se le ocurriese morir de tifus, de tos ferina, tuberculosis o alguna otra enfermedad igualmente literaria.   Por eso nadie pegó el grito en el cielo cuando tuvo que ser ingresado de urgencia con vómitos, sudores fríos y fuertes dolores de estómago provocados por las cuarenta magdalenas y los tres litros de té que había ingerido aquella mañana nublada  intentando imitar  a Marcel Proust.  El único sorprendido fue el médico de cabecera al escuchar a un adolorido Álvaro Cardamo repitiendo entre alucinaciones que él simplemente quería viajar en el tiempo. 

Aquella mañana había despertado con la seguridad de que por fin escribiría el principio de su novela. Después de seis meses dándole  vueltas a muchos temas (la papiroflexia, la crisis mundial, el cambio climático, el amarillo-taxi de Manhattan) cayó en la idea de que todo escritor que se precie, tarde o temprano termina por hablar de su propia infancia.

Al principio no le agradó mucho la idea pues odiaba verse convertido en un ser literario. Claro que todos  sus personajes tenían alguna semejanza con él pero no era lo mismo hacerlo intencionadamente. Siempre había rehusado escribir   sobre sí porque le parecía de muy poco interés; su vida siempre le había parecido un tema tan hueco como aquellas novelas  llenas de preguntas, de absurdas interrogantes disfrazadas de reflexión (¿y cómo fue que le olvidó? ¿En qué momento se perdió de su camino? ¿Quién era él realmente? ). Se sentía muy cómodo y seguro escribiendo sobre seres que no existen.

No es que no hablase de sí mismo, todo escritor lo hace, pero lo hacía siempre en broma, con la distancia que le da el  humor negro. Para Álvaro Cardamo las  viejas heridas no son más que macabros chistes con los que entretener la sobremesa.

Lleva la mitad de su vida sin tomarse muy en serio su pasado, usándolo  únicamente para escandalizar, para reírse un poco de la gente aprensiva  al dolor ajeno,  de la que cree que la miseria, entre más miseria es, tiene que contarse y fotografiarse como en los periódicos: en mate o en blanco y negro y con letra bien pequeña. Lleva media vida burlándose de la solemnidad lacrimógena con la que otros evocan la infancia, lleva casi diecisiete  años metido en los libros para espantar a la nostalgia y a la autocompasión como el que  huye de los amigos depresivos en los días de verano, de sombrillas y hamacas.  

Inútiles son sus primeros intentos por narrar su infancia. No sabe volver atrás por sí solo. Se extravía, se desorienta en la descripción de seres imaginarios, se entretiene contando las peripecias de un abuelo medio coronel, medio ciego, medio sordo, se detiene para hablar de  una tía segunda alérgica al sol de la mañana y a las tartas de naranja, tropieza con un primo tercero que vende caracoles de ciudad todos los sábados santos y domingos de resurrección; pierde el hilo de su propia historia  confesando manías y temores, virtudes y defectos de familiares que nunca tuvo. Y su problema de concentración no  queda en ese ficticio árbol genealógico, va más allá. Para llegar a su verdadero pasado no sólo tendría que esquivar a sobrinos, a medios hermanos y hermanos enteros con nombres y costumbres barrocas; también tendría que evitar pasar por un hostal en Roma, no detenerse en Bánfield para preguntar por la relojería más cercana, no quedarse en una plaza de Montevideo resolviendo una revista de crucigramas; es decir, dejar de escribir sobre algo que no sucedió, sobre ciudades que no conoce. El simple comienzo, la simple primera frase  de su autobiografía le parece una tarea imposible. Y es normal que busque ayuda en los libros, es natural que busque ese trampolín que lo haga saltar  para atrás porque lleva más de media vida sin hacerlo, lleva demasiado tiempo usando la memoria solamente del lado de la ficción.

Sabe que tiene que raspar capas y capas de sí mismo, limpiar maraña sobre maraña, hacer a un lado muchas fantasías, subir muchas   cuestas sobre bicicletas verdes, muchos  callejones con ancianas  sentadas en sillas de mimbre, muchos taconeos de mujeres perfumadas, y silenciar los cientos de insectos que parece que le suenan en la cabeza.

Alguna consecuencia tenía que traer el hecho de tomar literalmente la  frase Borrón y cuenta nueva. Desde hace muchos años Álvaro Cardamo la sigue al pie de la letra; incluso antes de ser Cardamo, desde antes de tener claro su oficio, antes de enfundarse sus gafas y su abrigo de escritor, antes de sus dedos manchados de tinta y de su libreta con anotaciones desordenadas, antes de cruzar todo un océano,  de autoexiliarse como mandan los patrones de todo buen escritor. Ignora por completo que veintidós de sus treinta y tres  años lleva haciendo lo mismo,  practicando la desmemoria hasta convertirse en todo un profesional del olvido.

Le costará arrancar la historia, y entenderá por fin eso que los escritores llaman el pánico a la hoja en blanco. Escribe, borra, vuelve a escribir, rompe, guarda silencio y fuma, fuma más de lo habitual, fuma todo lo que no escribe; enciende un cigarrillo, le da tres caladas, lo apaga y enciende otro. Hasta cuando no escribe parece un escritor, un escritor sin nada que decir pero con mucho humo sobre su cabeza.

Había intentado buscar la primer palabra en el aire, como si mirase la nada, más allá de los objetos y del espacio, incluso logró mantener por unos instantes la mirada perdida, esa misma mirada tan socorrida y útil que todo escritor sabe aprovechar muy bien en esos días en que amanecen  sin ideas. Mantuvo tan interesante mirada un breve momento, hasta que una pelusa de su jersey rojo planeó en piruetas, cruzó su campo visual y lo llevó de inmediato a unos grandes almacenes de tejidos y pieles sintéticas.  Después lo intentó con la mirada fija en una mancha marrón de la pared pero eso le hizo recordar lo mucho que le  desagradaba Miquel Barceló y sus cuadros de gotéele teñido. Buscó las palabras en los motivos florales de sus cortinas pero eso únicamente le sirvió para transportarle al moribundo jardín de sus buenos amigos los Funes.

Como la música siempre le había funcionado para saltar a otra parte y como ya se había hartado de refugiarse en las  cortinas, en el gotéele y en el vacío,   buscó el disco de vinilo más indicado para empezar a escribir. Nada. Sacó de sus fundas de cartón tantos discos que aprovechó el desorden para  limpiarlos, catalogarlos por género y volverlos a guardar bajo llave  hasta su siguiente fiebre de melomanía. Cuando terminó cayó en la cuenta de que había escuchado casi todos los discos pero se había olvidado de buscar la melodía mágica que le haría escribir. 

Se le ocurrió volver sobre lo escrito. Sacó de debajo de la cama la caja donde conserva sus viejas libretas. Y Álvaro Cardamo pasó casi toda la noche leyendo y releyendo  a Álvaro Cardamo. En vano todo. Le sirvió para lo único que sirve que un escritor se lea así mismo, para deprimirse y entender que las ideas buenas también caducan, sobre todo aquellas ideas que nacen en mitad de un sueño, que se creen brillantes a pesar de ser escritas a oscuras, que al día siguiente se disfrutan con el primer café del desayuno  y que con el tiempo se van olvidando, se van convirtiendo en simples adornos para una historia o en nada.

Esa mañana durmió menos de tres horas. Se desperezó y miró por la ventana el cielo gris y pesado de febrero. Se levantó  para preparar café antes de ponerse a escribir, pero en la cocina no encontró ni una cucharada con que preparar media taza, no había ni una pizca de polvo con que hacer un insípido café americano.  Tenía tan destemplado el cuerpo que tuvo que conformarse con las bolsas de infusión que encontró en el cajón de los cubiertos.  Y fue en ese instante en que pensó en Proust.

Posiblemente toda la culpa  fuese de las infusiones de etiquetas sospechosas, tal vez fue ese febrero tan extraño,  tan típicamente febrero, tal vez la falta de sueño o tal vez la angustia que  todo escritor sufre después de un mes sin poder escribir, o simplemente porque Álvaro Cardamo estaba tan desesperado, tan deseoso de rememorar el pasado  que habría utilizado de justificación al gato Tom persiguiendo al ratón Jerry si en ese instante se le hubiese ocurrido encender el televisor.  Pero como es Álvaro Cardamo y todo él es un estereotipo es de esperar  que   sus crisis literarias se intenten remediar con literatura, como aquellos que se olvidan del calor del verano con más calor, en tacitas de porcelana y dos cucharadas de azúcar.

 A las nueve menos cuarto Álvaro piensa en Marcel Proust, en  sus libros, en el camino de Swann, en el famoso pasaje evocativo, en las magdalenas mojadas en té y en la tía Léonie. A las nueve y treinta y dos, después de dar muchas vueltas a la casa y de fumar veinte cigarrillos    decide intentarlo y se convence a sí mismo de que la mejor manera de viajar a su propia infancia es como hizo Proust, comiendo magdalenas en un día tan gris, tan hecho para la nostalgia.

Tiene que esperar una hora para que abran la tienda de la esquina. A las diez cuarenta y nueve ya tiene sobre la mesa la tetera y la bandeja llena de magdalenas.  Después del primer sorbo y el primer mordisco mira a su alrededor y comprueba que no ha viajado para atrás. Se encoje de hombros y vuelve a intentarlo.  Mordisco a mordisco va bajando la montaña de magdalenas y vaciando la tetera, llenándola y volviéndola a vaciar. Después de dos horas comprueba que el tiempo no ha retrocedido, que él sigue sin moverse del presente; aunque ahora le parece que lo que se mueve es su casa, que  se balancea un poco y que en momentos se vuelve verde fosforito.  Sobra contar que el único viaje que logró gracias a las magdalenas fue el que hizo en taxi al centro de salud del barrio.

Dos semanas de dieta blanda le quitarán las ganas de volver a intentarlo. Seguirá obsesionado buscando la manera de empezar a escribir la dichosa novela. Apenas mejore su salud  se pondrá ante la hoja en blanco y buscará entre los libros alguna técnica celebre con la que regresar al pasado,  procurando  que dichos métodos sean  menos indigestos que una montaña de magdalenas. Después de varios meses y cientos de posibles comienzos sentirá que todo es inútil y que en realidad el problema no parte de los alocados experimentos  para retrotraerse ni en su falta de talento, su sequía creativa se debe a que es muy joven, a que sólo a las estrellas de rock, a los futbolistas y a Jesucristo se les puede ocurrir  escribir una autobiografía a los treinta y tres años  y tener éxito.


Convencido de que todavía es pronto y de que le queda mucha vida por delante, decidirá darse de plazo otros treinta y tres años para comenzar a escribir la novela. Álvaro Cardamo no sabe que nunca la escribirá, que se olvidará de ella para siempre apenas le caiga una nueva historia, apenas deje todo para tejer una nueva ficción con insectos y tranvías que chirrían al frenar calle abajo.

Álvaro no entiende ni entenderá que para escribir sobre sí mismo es necesario que levante la vista de los libros. No lo hará  porque no se atreve ni se atreverá a mirarse más allá de la versión invertida que le devuelve el espejo; ese Álvaro que también parece que le mira con la misma cara de poker con la que observa algunas pinturas; como aquel lienzo de René Magritte que, gracias a la  titular advertencia, Cardamo sabe que no es una pipa, y finge entenderlo aunque secretamente está convencido de que no es otra cosa que una pipa apagada. Posiblemente bastaría con que una mano amiga (porque él jamás lo haría) escribiese sobre ese espejo Éste no es Álvaro Cardamo para que empezase a tirar del ovillo, para entenderse a sí mismo y de paso entender a Magritte. Pero como eso no ocurrirá, como nadie vendrá a su casa para escribirle ninguna nota  reveladora Álvaro seguirá siendo Álvaro Cardamo y una pipa seguirá siendo una pipa. 

Y no será capaz de contar que  hace diez y siete años que decidió ser quien es, que antes de ser Álvaro Cardamo  fue Álvaro Páez, y que once años antes de ser Páez había nacido con el nombre de Álvaro Palacios. Cuando piensa en las metamorfosis que sufrió su apellido lo hace como si se hubiese multiplicado y esos otros anduvieran por ahí, con sus realidades aparte, envejeciendo al mismo tiempo  pero siendo inmortales porque jamás existirá para ellos un velatorio o un descanse en paz en las notas necrológicas  del diario de la tarde; no habrá mausoleos ni coronas de flores y podrán seguir con sus vidas, con sus manías, con esa salud de hierro, fieles a su religión y a su partido político, y con esas pocas ganas de médicos y tanatorios. A diferencia de Álvaro Cardamo para ellos nunca habrá certificado de defunción, nadie podrá asegurar que ya están muertos.
 
Y como si el tema no fuera con él, como si en realidad Páez y Palacios fueran unos apellidos tomados al azar entre un montón de apellidos, Cardamo se distancia tanto de ellos que termina por tratarlos como personajes y acaba por imaginarlos con un presente tan diferente al suyo, tan distinto entre sí. Piensa en Palacios y se lo imagina en el Deefe, en cualquier calle del Deefe, con las manos manchadas de grasa o de gasolina, entre muelles y martillos, limpiando tornillos y tuercas, secándose el sudor con el antebrazo, mirando cada diez minutos su reloj pulsera y comprobando que falta mucho para la hora de la comida. Lo imaginará imaginándose con las mangas de la camisa remangadas, las manos limpias, sentado a la mesa, frente a un plato de arroz y pollo,  y disfrutando el primer trago de una cerveza fría. Seguramente Palacios pediría un poco de salsa verde y al servirse un poco con una cucharilla que alguna vez fue plateada, mancharía el mantel  de rombos rojos sobre un fondo blanco. Y haría calor, en el mundo de Álvaro Palacios haría calor todos los días a todas horas.

El presente que imagina para Álvaro Páez  está lleno de números, de fruta, de legumbres, de días de central de abastos, de tardes de cine, de paseos por la avenida Reforma y de fines de semana en el puerto de Veracruz. Tiene un chevrolet monza que arranca cuando quiere, una mujer de ojos grandes, tres hijos que no se parecen a él, un gato, una nevera llena y un televisor  de última generación. Y el imaginario Páez desde su mundo trata de olvidar que alguna vez fue Álvaro Palacios.

Lo que para cualquiera sería una madeja de apellidos, un  juego de espejos, un fajo de fotocopias, para Cardamo no lo es. Tiene mucho cuidado de imaginarlos como sus antagonistas naturales. Los mantiene lejos de él, de su geografía y de su mundo real. Sólo permite que coincidan en la música que escuchan, en la mano con que escriben y en el eterno cigarrillo de tabaco rubio. Cuando a Cardamo le invade la nostalgia por su Deefe de mercados, de limpiabotas y vendedores de globos, cruza el océano convencido de que al mismo tiempo Páez y Palacios preparan las maletas para un viaje largo.

Normal que no pueda novelar su vida, normal que no encuentre el  comienzo si no deja de pensarse como un Álvaro a tres bandas, no deja de  homenajear inconscientemente a Stevenson, de padecer esa especie de síndrome de doctor Jekill y mister Hyde.

Con lo sencillo que sería desatarse de esa ficticia multiplicidad, del concepto de la  trinidad bastante manoseado por los cristianos, y asumir que sigue siendo un poco Palacios y un poco Páez. Escribir sin ninguna pretensión literaria, con los cordones de los zapatos desatados y llenos de barro. Escribir como cuando tenía quince años, como en sus primeros versos, o incluso mucho antes, cuando todavía era Álvaro Palacios y para salvarse de las palizas  de su abuela tenía que improvisar argumentos llenos de chicas pobres y virtuosas, de ricos jóvenes y heroicos  peleando a muerte contra sátiros villanos.

Con una sólo década de vida no se tienen aspiraciones literarias, ni siquiera se sabe que existe una estructura narrativa. El Álvaro de diez años ignora por completo lo que es el primer nudo y el segundo nudo, lo que es la anagnórisis, la catarsis, la anatomía de un cuento. Sabe sin embargo que su abuela, después de trabajar todo el día, vuelve con las piernas cansadas y deseando una dosis de melodrama televisivo, y que siempre es él el encargado de darle todas las noches el resumen de las telenovelas mientras le limpia las durezas de los pies. Pero como prefiere ver los dibujos animados de unos gatos callejeros que juegan al billar o a un coyote persiguiendo al correcaminos, siempre se olvida de ver la telenovela y se ve obligado a inventar un culebrón lleno de nombres compuestos y de pobreza, de amores y odios eternos. Teme  que algún día su abuela llegue pronto a la vecindad y le descubra o que los muertos con los que ella puede hablar le delaten, que le cuenten el verdadero argumento de la telenovela y descubra que no existe ninguna Rosa Jimena llorando por un médico llamado Antonio Ernesto que a la vez sufre por Claudia Alejandra. Álvaro sabe que lo que no le cuenten a la abuela las vecinas se lo contarán los muertos que sólo ella puede escuchar, sabe que hasta sus cuatro hermanos muertos vienen a charlar con la abuela, que incluso hay difuntos más viejos que ella y que vienen de muy lejos a contarle sus penas. Álvaro no entiende que ella, su madre y sus tíos digan temer más a los vivos que a los muertos.  Él teme mucho a los muertos, sobre todo a su hermano Arturo porque su madre le ha asegurado que es el verdadero responsable de su muerte. Sabe que su abuela algún día tendrá que morir y se acabará lo de inventar culebrones nombres de flor, sabe que lo que más quiere en este mundo es poder matar con sus propias manos a su tío Javier o hacerlo desaparecer para siempre; que su padre no ha muerto pero como si lo estuviera, y que su madre está viva pero debería de estar ya muerta y enterrada.

Le gustaría también poder hablar con ellos y preguntarles las cosas que se le preguntan a los muertos: si es verdad que atraviesan paredes, si pueden volar, si ven en blanco y negro o a color como la tele de la vecina  de enfrente que, según la abuela, se acuesta con ricos a cambio de televisores, perfumes y ropa cara.

Como el hombre que acaricia y besa a su madre es muy viejo, casi tan viejo como la abuela, y como se lleva muy bien con él, le hace jurar que el día que se muera volverá y le contará las cosas que quiere saber del más allá.  Álvaro  no entiende ni entenderá jamás qué es lo que hace un ser tan alegre como don Jesús al lado de una pena viviente como lo es su madre. Ella llora todo el tiempo, llora por sus hijos muertos, por sus hijos vivos, llora porque hace sol o porque llueve tanto que hay que colgar de las vigas podridas latas para que el agua no inunde la chabola; llora porque ha bebido, llora porque no ha bebido y cada vez que llora sus ojos se vuelven turbios y amarillos como el agua encharcada de las letrinas.

Álvaro cree que si logra hablar con los muertos podrá convencerlos de que lo protejan, de que defiendan a él y a sus hermanos Mario y Brenda de las botas y los puños de su tío Javier. Ya lo intentó con todo el santoral de yeso y madera que su abuela ha colocado en una repisa, pero por mucho que repite el Padre Nuestro  no recibe respuesta alguna. San Judas Tadeo permanece inmutable a pesar de la llama en su cabeza, la virgen de Guadalupe mira angustiada al techo de laminas de cartón, el Sagrado Corazón con su bombilla roja que se enciende y se paga cada tres segundos mira en todas direcciones  pero no escucha; y el Cristo de pelo largo y barba pintada  parece más necesitar ayuda que poder ofrecerla. Al buda de la abundancia no le pedirá nada porque es de su tío y porque no se fía de él, de su calvicie, de su obesidad,  y de esa mueca burlona que le es más molesta cuando lo mira en mitad de una paliza. La virgen del Carmen del calendario no le hará caso porque está ocupada salvando a unos pobres náufragos y San Martín Caballero ya bastante trabajo tiene con socorrer a un anciano y no caerse del caballo. 

La abuela le repite con la solemnidad con que se pronuncian las leyes de dios:
-Aquel que te ama te hará sufrir.

Si eso que afirma la abuela es verdad, piensa Álvaro, su padre debió ser el hombre más enamorado del mundo, a su lado su madre habrá sido la mujer más afortunada y su tío Javier es el ser que más le quiere sobre la faz de la Tierra. Le quiere con todo su ser, con los ojos, con la voz,  le  quiere con  las palmas de las manos, con los puños, con los nudillos, le quiere a patadas, a tirones, a rodillazos, le quiere tanto que hay veces que no le  es suficiente su cuerpo y se ve obligado a buscar ayuda para soltar tanto amor, es cuando le quiere con la punta metálica de sus botas, con  el cable de la plancha, le quiere con la hebilla del cinturón, con un trozo de manguera y con un una barra de hierro que guarda celosamente bajo la cama y sólo saca cuando sus muestras de cariño le han dejado las manos destrozadas. Le quiere hasta el desmayo y con cualquier pretexto. Le quiere cuando le manda a comprar tabaco y tarda más de lo normal buscando esa marca, cuando vuelve pronto pero con las manos vacías  o con una marca diferente, le quiere porque se ha quemado con la sopa o porque las lentejas se han quedado frías, porque ha sido un mal día en la fábrica y porque mañana hay que volver a levantarse a las seis de la mañana para ir a trabajar, le  quiere porque en las elecciones generales ha vuelto a ganar el PRI. Le quiere por equivocación, porque ha perdido las llaves, porque no encuentra el mechero, porque la ciudad ha vuelto a  temblar y cree que Álvaro juega a columpiarse bajo la litera, le quiere porque lleva tres días sin dormir o porque la antena de la tele se ha roto y no podrá ver la velada de boxeo.

A los treinta y seis años el tío Javier sigue soltero, sin mujer ni hijos a quienes dar su cariño, tiene que conformarse con repartir equitativamente su amor entre los hijos de su hermana. Y tiene todo el derecho a quererlos a puñetazos, a patadas o de cualquier otra forma, incluso tiene derecho quererlos hasta matarlos. Sólo él y la abuela tienen  la libertad de quererlos de esa manera porque gracias a sus sueldos visten, calzan y comen todos los días; ni su padre desaparecido, ni los tíos maternos con los que también viven,  ni los paternos a los que nunca han visto tienen ese derecho. Su madre podría quererlos de la misma forma pero está muy débil para trabajar, y  las pocas fuerzas que le quedan las desgasta buscando dinero para comprar en la farmacia botellitas de alcohol. Todos los días, cuando se va acercando la hora en que regresa de la fábrica su tío Javier, Álvaro se encierra en la letrina y reza a oscuras y entre las arcadas que le provoca el olor a mierda estancada, ruega a un dios al que le cuesta ponerle rostro, ruega con todo su miedo y toda su fe, suplica casi en susurros para que el tío Javier no pueda regresar a casa, para que se marche, para siempre,  para que cumpla sus amenazas de los domingos por la tarde.

-Un día de estos me largo y a ustedes se los lleva la chingada.

Piensa Álvaro que ojalá cumpliese, que ojala no volviese nunca aunque la chingada se los lleve a él y a sus hermanos; seguramente la famosa chingada no pega tan fuerte, seguramente la chingada no les querrá tanto como Javier.

Dios no parece escuchar sus súplicas ni los muertos están interesados en hablar con un niño de diez años. Que fácil sería abrir la puerta de madera, cruzar el patio con las letrinas, los lavaderos y seguir hasta los tendederos, que sencillo sería salir del zaguán, salir del callejón, y después echar a correr cuesta abajo, que fácil sería huir con lo puesto, como esas noches en que el silbido de una bombona de butano obliga a todos los vecinos a correr con los puesto.  Álvaro sueña con el día que podrá irse como la vez que su madre salió de la vecindad y volvió dos años más tarde, o Brenda que se marchó durante dos meses, como su hermano Mario que se fugó de casa por tres horas.

Mario le dice que un día conseguirán huir los dos juntos y se irán muy lejos, hasta donde no puedan encontrarlos, y Álvaro asiente con la cabeza aunque no está muy seguro de quererse escapar con su hermano, no tiene muchas ganas de irse con él y seguir peleando toda la vida hasta que uno de los dos se rinda o le salga sangre por la nariz. 

Álvaro aprende a dibujar con la zurda, con la mano con la que afirma su abuela, el diablo escribe todas las maldades del mundo. Dibuja dragones,  monstruos de dos cabezas, gigantes con cara de tigre y puños de piedra, dibuja luchadores con máscaras misteriosas, ejércitos de robots que vengan a devolver uno a uno los golpes que recibe del tío Javier. La abuela se santigua al ver los dibujos y piensa en voz alta que Álvaro está endemoniado. Un sábado de gloria la abuela lo levanta a las cinco de la mañana y se lo lleva en ayunas a sacarle el demonio. Después de cuatro horas en autobús están ante un templo sin cruces, con incienso, humo y gallinas muertas colgadas en las paredes. Una anciana con túnica blanca le murmura y escupe en la nuca, en los ojos  y en los brazos:

-Álvaro no te vayas, ven, ven… no tengas miedo, ven, no tengas miedo…

Álvaro siente como la anciana le recorre el cuerpo con un ramo de yerbas, después con un huevo de gallina y con una vara de incienso. Le obliga a beber agua perfumada mientras le dice a la abuela que en un mes se irá para siempre el demonio, Satanás, el maligno, el chamuco y todo diablo que viva escondido en la cabeza de su nieto.

Álvaro se pregunta si los demonios de su cabeza viven tan apretados como la vecindad y si también tienen que compartir una cama de matrimonio entre seis personas y un gato. Y como no sabe pensar en línea recta, como siempre va de una idea a otra como cuando quiere estar solo y se la pasa saltando de azotea en azotea, durante las tres horas de regreso a casa le dio por pensar en los gatos.

Su abuela le había dicho que los gatos tenían algo de adivinos, que con sus ojos miran más allá de lo que las personas ven, que si acicalan en una puerta en realidad están anunciando la dirección de donde vendrá una visita de muy lejos; que con sus maullidos ahuyentan el mal de ojo y todas las envidias, y Álvaro se pregunta quién puede envidiarle, quién puede envidiar su vida en esa casa con el  techo goteando media hora después de que afuera haya escampado, quién envidia esas paredes hechas con trozos de madera y chapas de hojalata, quién envidia el suelo frío, los veranos sin tarta de cumpleaños, los seis de enero con guerra de piedras a falta de juguetes, las ofrendas de noviembre para hermanos muertos, para tíos y abuelos difuntos que no conoció. No cree que exista alguien que desee sus zapatos siempre húmedos, su mano zurda  tan demoníaca, su pelo tan duro y negro, sus puños inseguros para pelear. No puede imaginar que alguien envidie a su abuela con los dolores de piernas y las manos curtidas por la lejía, a su tío Javier y sus sueños de púgil, y sobre todo no puede imaginar que alguien envidie a su madre con sus momentáneos llantos y sus alargadas tristezas,  con ese agrio aliento y la mirada amarilla y perdida. A Brenda tal vez la envidien porque sabe bailar muy bien y sonríe y ya tiene un trabajo en un supermercado. Álvaro se siente culpable porque a veces envidia a Mario, a veces le gustaría ser más como él y saber andar en bicicleta, pelear mejor, y hablar con ese desparpajo, con esa seguridad con la que les habla a los mayores. Cuando juega con Mario procura no mirarle a la cara, no sea que la envidia se le vaya por la mirada y le lance sin darse cuenta ese mal de ojo del que tanto habla la abuela.

Después de ir y volver sobre las ideas Álvaro siempre regresa a los gatos y sus poderes mágicos. Llega a la conclusión de que tal vez la manera en que los gatos protegen a sus amos de todo mal de ojo es también alejar la buena suerte y la fortuna, de esa manera no hay motivos para temer el mal de ojo. Tiene que ser verdad porque los maullidos de Matías aparte de mantener la casa libre de ratas también parecen ahuyentar cualquier fortuna, cualquier alegría que provoque envidias.

Álvaro va al mercado y pide medio kilo de hígados de pollo para Matías, es lo menos que se merece por ser tan buen guardián y por avisar a tiempo sobre la llegada de las visitas. Él fue el que avisó del regreso de su madre después de dos años sin saber nada de ella.

Al principio a Mario y Álvaro les dio alegría volverla a tener en casa aunque no fuese ni la mitad de la imagen que ellos guardaban de ella. Brenda ni la miraba; sentía un verdadero asco y rencor por esa mujer que alguna vez llamó tiernamente mamá. No hicieron falta años, ni siquiera meses, para que Álvaro  sintiese por su madre lo mismo que Brenda. Lo único que agradece  de su regreso es que volviese  enamorada de don Salvador, un hombre tan viejo como su abuela; pelo y bigote cano, lleno de cadenas de oro, de anillos de plata y de historias.

Álvaro tiene que acompañar a su  madre a casa de  don Salvador; tiene que vigilarla como le ha ordenado la abuela porque  no se fía de él, dice que es un diablo retorcido y viejo y que lo que quiere es aprovecharse de su hija, que le da de beber para que su alma se pierda en el alcohol, y que en la mesa del pobre el infortunio se come sin pan. Álvaro piensa que eso del infortunio tiene que ser una cosa terrible para comerse sin pan porque un trozo de pan aunque sea duro siempre es bueno para todo, para mojar con el café cuando se han acabado las galletas con forma de perro, para los sustos que pegan los muertos traviesos y los vivos vengativos, para  prevenirse contra los malos aires de los cementerios, para evitar que un disgusto  te deje torcida la boca para siempre.

Álvaro vigila a su madre y se pregunta qué es lo que don Salvador miró en ella. Por más que la observa no encuentra nada, sólo un pulso tembloroso, una mirada enferma y amarilla, una figura delgada y frágil, un aliento agrio, una voz torpe y herida que no hace más que repetir lo desgraciada que es. Álvaro la mira y piensa que es imposible  encontrarle virtud alguna, tan difícil como encontrar una lámpara maravillosa en el camión de  basura que conduce don Salvador.

-En una montaña de basura se encuentran verdaderos tesoros. La cosa es ponerse vivo y buscar en chinga.

Álvaro miraba sorprendido todos los tesoros que don Salvador rescataba de la basura antes de ir  a vaciar el camión al vertedero.

-Las mejores cosas se encuentran en la noche porque la gente no ve lo que tira.

El cuarto de azotea que alquilaba don Salvador parecía un museo de antigüedades. Los libros de lomos dorados, los instrumentos musicales colgados en la pared, un tocadiscos, unas figuras de porcelana, la olla con la que calentaba la leche, el camastro y la alacena venían de la basura; incluso esa americana de raya diplomática con la que salía los domingos a pasear venía de las entrañas de su camión.  Álvaro podía quedarse horas y horas mirando los tesoros y escuchando las historias que don Salvador inventaba sobre ellos; esa Remíngton desdentada de la S a la Ñ con la que se escribieron las crónicas de los mejores combates de boxeo, ese sombrero de bombín tiroteado por la colt de Clint Eastwood, esa guitarra sin cuerda que perteneció al rey cuando todavía no era rey, cuando sólo era Elvis, el chofer de un camión repartidor; un radio de madera y dial plateado hecho en Cuba,  tan viejo como los boleros y danzones que se le escapan por los costados, una baraja de naipes  que fue de un tahúr ciego y zurdo, un reloj de bolsillo que  perteneció a Rockefeller, el inhalador y la pipa de un tal Ernesto Guevara y una muñeca rusa que esconde una muñeca rusa que esconde una muñeca rusa…
 
©2014 EL ORIGEN DE LAS LUCIÉRNAGAS Rogelio Jarquín.