Nadie
sabe, nadie recuerda (y los que recuerdan prefieren guardar silencio) las
razones y circunstancias por las que el empresario Polanco, cambió la comodísima silla de piel negra en su
gran fabrica de textiles, por el sillón de terciopelo carmesí de la alcaldía. Lo
que todo el mundo se atreve a narrar con lujo de detalles es con que determinación
tomó la primera decisión como alcalde de la ciudad.
-¡Cambiad
esas cortinas espantosas!- ordena Polanco a sus treinta y seis consejeros,
quienes de inmediato bajan del ayuntamiento esas cortinas tan pesadas, tan
llamativas, tan fucsias, tan llenas de petunias, al tiempo que aplauden decreto tan reformista.
Como
Polanco ha decidido ser un alcalde sencillo y cercano, prefiere ser él mismo
quien elija la tela con las que se confeccionarán las nuevas cortinas. Dos
docenas de sus consejeros salen rumbo a las fábricas y almacenes textiles en
busca del mejor género. La docena restante se queda para ovacionar a Polanco.
-¡Pero
que cercano! ¡Que sencillez! ¡Que llaneza! ¡Que espontaneidad!- exclaman entre
ellos procurando ser escuchados por el alcalde.
Durante
mes y medio el ayuntamiento es invadido por cientos de rollos de lino, algodón
nacional y extranjero, seda, nylon, pana y poliéster. El mobiliario se ahoga
entre un oleaje de estampados geométricos, frutales, florales, marítimos y
heráldicos. Uno de los consejeros (el más joven e inexperto) se atreve a dar su
opinión antes que el alcalde y es reprendido y destituido en el acto, para después ser felicitado y restituido al coincidir
con la elección de Polanco. La tela triunfadora es seda, con un estampado de
margaritas alargadas sobre un fondo bermellón y que, casualmente, es el tejido
más caro de la fábrica de Polanco. El nuevo alcalde y sus treinta y seis consejeros
sonríen satisfechos al ver ese campo de
margaritas asomadas por los ventanales del ayuntamiento. Pero al entrar a su
despacho nota que las margaritas no son suficientes, que falta algo para darle
un aire más fresco a su gobierno.
-¡Hay
que cambiar esas alfombras!- dice enérgico a sus consejeros que revolotean
nerviosos alrededor suya.
-¡Y
Las toallas de mano! ¡Los manteles en la sala de actos y el comedor! ¡Los delantales
de los camareros y los cocineros! ¡Todo!
-No
hay comedor excelencia, ni camareros, tampoco cocineros- le informa un inseguro
consejero.
-Pues
haced uno, contratad camareros y cocineros y después me renováis los uniformes,
los manteles y las servillas.
Los
consejeros se apresuran a obedecer sin olvidar enaltecer la visión innovadora del
alcalde.
Cambiadas
las toallas y alfombras, montado y renovado el comedor completo, al
excelentísimo Polanco le parece que todo está perfecto. Se sienta en el sillón
y suspira aburrido. En el escritorio encuentra las tijeras olvidadas por una de
las costureras y eso le hace recordar y echar de menos su fábrica. Mira a su
alrededor, vuelve a suspirar y lamenta no tener más cortinas que cambiar. Juega
con las tijeras y una montaña de impresos oficiales. Recuerda como disfrutaba del
sonido metálico de un escuadrón de tijeras cortando cientos, miles, millones de
telas. La morriña y las tijeras le hacen tener lo que él mismo califica como una
idea brillante. Reúne a sus consejeros para consultarles sobre los recortes que
tiene pensado hacer desde mañana. En este caso los consejeros actúan tal como
se espera de un buen consejero: aplaudiendo, diciendo que sí, que claro, que
gran idea, y volviendo a ovacionar al alcalde con un aplauso controlado y
armonioso.
Mala
suerte para Polanco. Solamente treinta y seis personas parecen estar de acuerdo
y preparadas para sus tan valientes reformas. Se siente triste e incomprendido
con las tijeras plateadas todavía en las manos. Mira tras las margaritas de sus
cortinas como se congrega frente al ayuntamiento un batallón de jardineros, con
sus petos marrones, sus carretillas y sus rastrillos. Por otra calle se unen a
la protesta las batas blancas de los médicos y enfermeros, el verde pistacho de
los celadores, el naranja vivo de los bomberos y el amarillo chillón de los barrenderos;
todos tan conjuntados, todos tan molestos con los recortes de Polanco.
Los
periódicos y telediarios ya hablan de mareas uniformadas azotando el
ayuntamiento. El alcalde y sus consejeros no pueden volver a casa hasta que
aparece una ola azul y salvadora de policías para disolver los oleajes de otros
colores.
-La
culpa de todo la tienen los uniformes-Se repite Polanco desde que sale del
coche oficial hasta que se mete en el pijama oficial.
-Los
uniformes les hacen verse fuertes y organizados, como un ejército- murmura
hasta que se queda dormido en la cama también oficial. Aquella noche tiene un sueño
placentero, sin uniformes ni protestas, sin plazas tomadas, sin pancartas ni
amenazas de rimas pegadizas.
A
la mañana siguiente Polanco decreta que a partir de ¡YA! solamente podrán hacer
uso de uniformes los colegios privados, el cuerpo de policías, las monjas de
clausura (de los curas no se fía mucho) y las compañías de baile tropical. El
excelentísimo Polanco advierte mediante un comunicado que habrá multas con
muchos ceros y muchos días de prisión para aquellos que no cumplan tal ley. Los
consejeros, como es de esperar, vitorean a Polanco y aseguran estar muy
agradecidos de trabajar para un alcalde de inteligencia implacable.
Seguirán
las manifestaciones pero a Polanco ya no le afectan. Él y sus consejeros miran
desde las cortinas de margaritas como los manifestantes se confunden entre los grupos
de turistas. Los consejeros suspiran aliviados mientras Polanco de nuevo se
siente aburrido y busca las tijeras en el
escritorio, deseando encontrar inspiración para otra idea brillante.
-El
turista es muy importante- piensa en voz alta y los consejeros dejan de
suspirar para escucharle atentos.
-Tenemos
que mejorar nuestra imagen, nuestras ofertas turísticas, nuestras postales,
nuestras estatuas humanas y la música callejera.
Los
treinta y seis consejeros aprueban con la cabeza mientras se llevan una mano a
la barbilla fingiendo reflexionar sobre el tema.
-¡Listo!-
el grito de Polanco sobresalta a los consejeros que ya se habían abandonado a
sus pensamientos llenos de playas, de hamacas
y cocteles con sombrillitas.
-¡Limpiaremos
la música de nuestra bellísima ciudad! ¡Haremos audiciones para todo aquel que
quiera tocar en sus plazas y calles!- dice extendiendo los brazos para recibir
el aplauso de sus fervientes consejeros.
Tres
días después La plaza del ayuntamiento amanece abarrotada de músicos y de instrumentos
inquietos. Polanco se da su tiempo antes de empezar la primer jornada de
audiciones. De ocho a once él y sus consejeros disfrutan de un desayuno
contundente, después leen la prensa deportiva, intercambian opiniones
futbolísticas, charlan sobre las ventajas y desventajas de las últimas novedades
en telefonía móvil; y todo lo hacen con la balada de moda de fondo musical,
como para ir entrando en materia, lo hacen a ritmo pausado, siguiendo el compás
y tarareando el estribillo.
Afuera,
en las puertas del ayuntamiento cientos de instrumentos son lustrados en las
mangas de las camisas, decenas de cuerdas se tensan buscando la afinación y docenas
de trompetas parecen estornudar notas sueltas como si sufriesen una especie de
alergia por los edificios gubernamentales.
La
chica del saxofón Evette revisa cada diez segundos el estado de la boquilla y
limpia con un paño las flores de la campana mientras, a su lado, el chico del saxo Holton improvisa una melodía
melancólica, demasiado triste para esta mañana de sol, piensa la chica del
Evette. Desde el otro lado de la plaza la voz redonda de un saxofón Selmer
parece contestarle al Holton. Segundos más tarde dos kholer se acercan y se
unen a esa conversación de vientos y metales. La chica del Evette querría
unirse pero tiene miedo de romper la boquilla antes de la audición. Un
contrabajo Beginner con la excusa de escuchar mejor al Holton se ha quedado
charlando con ella.
-Pensarán
que como tocamos en la calle nos da lo mismo estar todo el día esperando. Dice el
Beginner ofreciendo un cigarro a la chica del Evette.
-Lo
que me pone enfermo es tener que tocar para estos funcionarios- Dice uno de los
kholer protegiendo con la mano la llama de su mechero- Mira que estudiar cinco
años en el conservatorio para tocar Amorous ante un montón de burócratas que no
saben apreciar la buena música.
-Yo
soy autodidacta pero lo mismo me molesta –dice el Beginner mientras aparta una
pelusa de las cuerdas del contrabajo.
-Lo
mejor será tomarlo con calma- aconseja el chico del Holton- Yo no pienso
complicarme mucho, nada de Johnny Carter, nada de Adrian Leverkühn, nada de Barbieri.
Una baladita de Paco Ramos y se acabó.
-Habrá
que tirar del repertorio popular- sugiere el Beginner prolongando la última
calada del cigarrillo- Tal vez algo de Machín o Calac.
-Los
solistas lo tenemos más crudo- comenta el chico del Holton- Además hay que
rogar por que no nos toque después de la orquesta de los rumanos. No saben
tocar mal y con cualquier swing triunfan.
-Ya
–dice uno de los kholer encendiendo otro cigarrillo-Django y Benny Goodman son siempre
bien recibidos, es tocarlos para que los
turistas en cualquier parte del mundo se alegren y hagan coro como si
estuvieran en el Casino de Glen Island. Miel para las moscas.
-Pues
mira que es un buen nombre- dice el chico del Holton.
-¿Cuál?-
pregunta el Beginner.
-
El de la mosca. Podría ser el nombre de una orquesta sinfónica. Lo mismo dejo
la calle y la organizo.
-Deberías-
le aconseja entusiasmado el Beginner- Yo me apunto. Igual con la Mosca dejamos de tener que
darle batalla a los rumanos de la plaza central y a su versión de In the Mood.
La
chica del Evette piensa en el poder mágico de invocación que a veces tienen las
palabras. Por fin deja de preocuparse por la boquilla del saxo y sonríe al ver a lo lejos a
la orquesta rumana contenta y
saltarina, ofreciendo algo de Glenn Miller a un público pobre y agradecido, una
cuadrilla de vagabundos que bailotean y juegan a tocar instrumentos invisibles
ante el alegre mutismo de sus perros.
Un
clarinete Yamaha pasa diciendo que el alcalde recibirá solamente a los cien
músicos que ya han entrado, que los demás tendrán que volver mañana. La mayoría
guarda sus instrumentos en los estuches negros y se van maldiciendo el nombre
de Polanco. El Beginner le invita otro cigarrillo a la chica del Evette intentando
posponer la despedida.
Los
vagabundos se tumban con sus perros para mirar como la plaza se va quedando
vacía y callada. Silban, fuman, charlan y comparten los cartones de vino picado.
Parece que no les preocupa nada, ni siquiera el sol que les mordisquea la cara.
En realidad siempre están inquietos pero la indigencia les ha hecho adquirir
tres mandamientos: que es mejor fingir despreocupación, que hay que llevar los
dichos populares a la más extrema literalidad y que hay que remojarse la barba
cuando se ve la del vecino cortar. Todos empapan de vino tinto sus desaliñadas
barbas, todos parecen estar de acuerdo cuando el mayor afirma que ellos serán los siguientes, que
también tendrán que hacer largas colas para que el alcalde les permita vivir en
las calles. Ven salir del ayuntamiento al último músico, lo compadecen al verlo tan repeinado y
afeitado, tan bien vestido y perfumado, agotado, arrastrando un desdentado
acordeón. Bromean sobre el día en que a ellos les toque pasar una audición.
Imaginan inmensas filas rodeando la plaza, cientos de mendigos, cientos de
vagabundos, montones de pobres agrupados por inercia, por la simple y natural
frontera invisible que parece levantarse entre los que duermen bajo los puentes
y los que lo hacen en los cajeros o en las bancas del parque. Se divierten
representando una batalla entre los mendigos del mercado y los vagabundos del
metro. Juegan a la guerra con las piedras de la plaza. Municiones de pan duro
hieren y ahuyentan al enemigo imaginario al tiempo que atraen a las palomas de
carne y hueso. Ambos bandos caen muertos después de un fuego cruzado de vino
tinto y saliva. Ríen tumbados mientras los perros les lamen los rostros y las
manos sucias. Parece que de verdad se están muriendo de tanto reírse, y
seguramente habrían muerto sino fuese por los guardias que han ido a callarlos,
que les han invitado a irse explicándoles que interrumpen las reflexiones del
alcalde quien les mira desde atrás de su cortina de margaritas. Pero en
realidad no los mira, ni siquiera cuando algunos vagabundos se despiden de él
con un gesto obsceno. Polanco se abandona en un punto perdido de los ventanales
mientras sus manos juegan con las tijeras plateadas. Mira las margaritas de sus
cortinas y piensa en lo bien que sonará la ciudad ahora que cuenta con un
elegante repertorio musical, la hermosa y moderna ciudad con sus selectos
músicos, aunque posiblemente sea buena idea conjuntad cada instrumento para comodidad del turismo,
tal vez un uniforme llamativo, algo fucsia, quizás un traje con un alegre estampado
de petunias.
©2014 CERILLAS
SUELTAS Rogelio Jarquín.